Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 29

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Anacronismo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el asilo de dementes de Z. me enseñaron, hace bastantes años ya, la fotografía de un alienado que acababa de morir, lamentando que yo no hubiese podido verle vivo y oír sus predicaciones.

La historia de Celso era que se había cogido, mejor diré cazado, en una cueva montés, donde llevaba vida salvaje mortificando su cuerpo con extravagantes y asperísimas penitencias. El retrato estaba hecho al día siguiente de su ingreso en el manicomio.

Lo contemplé largo rato, sorprendida de la típica y espiritual belleza que resplandecía en los rasgos de tan extraña figura. La tarjeta le presentaba de medio cuerpo arriba, desnudo, con el cabello y la barba crecidos desmesuradamente. Su cara era muy larga, su nariz fina y angosta; su cráneo prolongado y abovedado recordaba la traza de los pórticos ojivales; sus ojos, hundidos en las cuencas, expresaban una abstracción profunda. Sobre la tetilla izquierda se percibía el tatuaje de una cruz apoyada en una esfera que simbolizaba sin duda el mundo. Estaba la anatomía de Celso seca y consumida como la de una momia, y me recordó la plumada feliz con que ha sido descrito San Pedro de Alcántara, diciendo que parecía hecho de raíces de árboles.

Me enteraron de que esta flacura y demacración se debía al ayuno que Celso rigurosamente practicaba, y a que no bebía más agua de la que cupiese en el hueco de la mano. Y cuando pregunté qué significaba la zona oscura que se advertía desde la mitad de las costillas hasta donde empezaba el paño femoral, me respondieron que era la huella del horrendo cilicio de púas de hierro que le quitaron trabajosamente antes de recluirle en la celda.

—No se puede V. figurar —añadieron— las barbaridades que hacía con su cuerpo el pobre hombre. Tenía en las rodillas dos durezas de un centímetro de grueso, formadas por el hábito de permanecer de rodillas sobre un peñasco horas y horas, hasta que caía desmayado de debilidad.


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3 págs. / 5 minutos / 94 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Fantasía

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I. La Nochebuena en el Infierno

Hacía un frío siberiano y estaba tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle-sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama. ¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle en seguida.

Bañada por la misteriosa claridad de la luna, la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de sombra y sábanas de infinita blancura argentada alternaban en las desiertas calles. Nunca éstas me habían parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas, ni tan adustos los cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la venera un caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que descansan en capiteles bizantinos.


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23 págs. / 40 minutos / 93 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El «Xeste»

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alborozados soltaron los picos y las llanas, se estiraron, levantaron los brazos el cielo nubloso, del cual se escurría una llovizna menudísima y caladora, que poco a poco había encharcado el piso. Antes de descender, deslizándose rápidamente de espaldas por la luenga escala, cambiando comentarios y exclamaciones de gozo pueril, bromas de compañerismos —las mismas bromas con que desde tiempo inmemorial se festeja semejante suceso—, uno, no diré el más ágil —todos eran ágiles—, sino el de mayor iniciativa, Matías, desdeñando las escaleras, se descolgó por los palos de los mechinales, corrió al añoso laurel, fondo del primer término del paisaje, cortó con su navaja una rama enorme, se la echó al hombro, y trepando, por la escalera esta vez, a causa del estorbo que la rama hacía, la izó hasta el último andamio, y allí la soltó triunfalmente. Los demás la hincaron en pie en la argamasa fresca aún y el penacho del xeste quedó gallardeándose en el remate de la obra. Entonces, en trope, empujándose, haciéndose cosquillas, bajaron todos.


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6 págs. / 11 minutos / 92 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Delincuente Honrado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes —nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.

La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.


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4 págs. / 8 minutos / 92 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Danza del Peregrino

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era la función religiosa solemnísima, y tenía además un carácter tradicional que no tendrán nunca las que hoy se consagran a devociones nuevas, pues también en la devoción cabe modernismo, y hay santos de cepa vieja, de más arraigo, de sangre más azul.

En aquel templo extraordinario, ante aquel apóstol bizantino, engastado en plata como una perla antigua, de plata el revestimiento del altar, la pesada esclavina, la enorme aureola, destacándose sobre un fondo de talla dorada inmenso retablo, con figurones de ángeles que tremolan banderas de victoria y moros que en espantadas actitudes se confiesan derrotados, mientras el colosal incensario vuela como un ave de fuego, encandiladas sus brasas por el vuelo mismo, y vierte nubes de incienso que neutralizan el vaho humano de tanta gente rústica apiñada en la nave, había algo que atrajo mi atención más que el cardenal con sus suntuosas vestiduras pontificales, más que las larguísimas caudas de los caballeros santiaguistas, majestuosamente arrastradas por la alfombra del presbiterio. Lo que me interesaba era una persona que, apoyada en un pilar, reclinada en la románica efigie de Santa María Salomé, asistía a la ceremonia como en éxtasis.

Parecía hombre de unos cincuenta años, no muy alto, descolorido, de entrecana barba rojiza. La barba se veía antes que todo, pues llenaba el rostro, por decirlo así, y descendía, luenga y ondulosa, sobre el pecho. Algo más arriba se quedaban las guedejas, pero no subían de los hombros, y completaban el carácter profundamente místico de la faz, donde ardían dos ojos pacíficamente calenturientos, con la mansa fiebre del entusiasmo.


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5 págs. / 9 minutos / 91 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Apostasía

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando Diego Fortaleza visitó la ciudad de Villantigua, sus amigos y admiradores le tributaron una ovación que dejó memoria. Es de notar que a la ovación se asociaron todas las clases sociales, distinguiéndose especialmente las señoras y el clero. Y nada tiene de extraño que despertase entusiasmo y cosechase fervientes simpatías mozo tan elocuente, de tanto saber, de corazón tan intrépido y fe tan inquebrantable: el de la frase briosa y acerada, que defendía en el Parlamento y en el periódico, en los círculos y en los ateneos, los puros ideales del buen tiempo viejo, la santa intransigencia, las creencias robustas de nuestros mayores y todo lo que constituyó nuestra gloria y nuestra grandeza nacional. A la voz de Diego Fortaleza, derrumbábase el hueco aparato de la ruin civilización presente: resurgía la visión heroica del poderío y del vigor moral que demostramos antaño, y dijérase que nuestro eclipsado sol volvía a fulgurar en los cielos. Paladín y poeta ala vez, Diego arrullaba las esperanzas muertas, y los que le escuchaban creían firmemente que del caos de nuestra actual organización no podía tardar en salir reconstituida sobre sus venerados cimientos la España de ayer, la sana, la honrada, la amada, la llorada, la eterna.


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3 págs. / 6 minutos / 91 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Fantaseando

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al fin se arregló; la noche de un día en que ni a Paquito le dolió el vientre, ni Bruno sufrió elevación de temperatura, ni Maleta (Magdalena) tuvo jaqueca, ni Sinsín (Asís) rompió ningún objeto o se revolcó rabiando por la alfombra, el matrimonio Ruyalvar adquirió un palco, invitó a los primos y fue a cumplir el capricho de ver y oír a la famosa cupletista La Bella Dorada.

Se hablaba de ella con ahínco en los círculos de la gente que vive en juerga, no tiene que hacer y está arruinada o camino de arruinarse. De estas esferas se comunicaba la curiosidad a otras más morigeradas y pacíficas, llegaba hasta los hogares y alborotaba la fantasía de los señores formales, hasta de las señoras gordinflonas y apáticas… La Bella Dorada no era parisiense, sino española neta, chispera de Madrid. En sus tiernos años, cuando se llamaba Emeteria Cornejo, ejercía un oficio: aprendiza de fregadora. Después…, lo de todas: rodar. Rodando, la piedra desciende; pero la mujer, en la escala del vicio, puede subir. Y por una serie de azares venturosos y una rara disposición natural, la fregadorcilla subió. En Madrid se hizo ya notoria, al principio entonando canciones de un verde zafio, en cafés humosos y con fuerte vaho a humedad; pasando luego a un music-hall, el Dorado, que acababa de instalarse y que personificó en una revista, luciendo un traje todo de oropel, faldellines de gasa de oro, zapatos de oro, medias de oro y alrededor de la frente un círculo de rayos de oro…, falsísimo… Entonces, por primera vez, sonó en diarios el nombre de La Bella Dorada. Y la mata de pelo negro de la chulapa matritense quedó convertida en blondo tusón de pícara extranjera.


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4 págs. / 7 minutos / 91 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Capitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.

Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Consejero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La silla de posta se detuvo a la puerta del convento con ferranchineo de ejes, entre repiques apagados de cascabeles y retemblido de vidrios, que gradualmente cesó. Un lacayo echó pie a tierra, y arqueando el brazo y presentándolo ayudó a descender al nobilísimo señor don Diego de Alcalá Vélez de Guevara, sumiller de cortina del rey, de su Consejo, y comisario general apostólico de la Santa Cruzada, y cuarto marqués de la Cervilla. Sus flacas piernas vacilaron al dar el salto, y su cara amarillenta, pergaminosa, se contrajo penosamente al herirla un picante rayo solar. Sus ojos, negros y duros, parpadearon un momento; volviose hacia el interior del coche, y ordenó:

—Baja.

Un crujir de seda, un espejear de reflejos de tafetán tornasol, el avance de un pie breve, de un chapín aristocrático... La mujer brincó ligeramente, con graciosa agilidad de paloma que se posa, y, sumisa y callada, esperó nuevo mandato.

—Entra —dijo don Diego imperiosamente.

Ella comprendió. Donde había que entrar era en aquel zaguán enorme, enlosado de piedra, en cuyo fondo se veía el torno monástico, la enorme puerta, de gruesos cuarterones y, encima de la puerta, un relieve en piedra, enyesado: la Virgen de la Angustia, con su divino Hijo sobre el regazo, muerto. Al pie del relieve, en anchas letras negruzcas, podía leerse: «Morir para vivir.»

Asió don Diego el cordón de la campana y dio tres toques, pausados, solemnes. Aún no se había extinguido el eco de las campanadas, cuando volteó el torno y asomó por el hueco del aspa la faz pacífica de una monja.

—¡Ave María!

—Sin pecado... Hermana tornera, ábranos. Soy don Diego.

—¿El señor hermano de la madre abadesa? Aguarde useñoría... Ahora mismo abriré.


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4 págs. / 7 minutos / 89 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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