Insolación
I
La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido
de los limbos del sueño, fué un dolor como si la barrenasen las sienes
de parte á parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las
raíces del pelo se convertían en millares de puntas de aguja y se le
clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita,
amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas
ardían; latían desaforadamente las arterias, y el cuerpo declaraba á
gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba
él para valentías tales.
Suspiró la señora; dió una vuelta, convenciéndose de que tenía
molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con
garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del
cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó
con voz ronca y debilitada:
—Menos abierto... Muy poco... Así.
—¿Cómo le va, señorita?—preguntó muy solícita la Angela (por mal
nombre Diabla).—¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
—Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.
—¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
—Clavada... A ver si me traes una taza de tila...
—¿Muy cargada, señorita?
—Regular...
—Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara á
la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más
objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente
que estaban echando lumbre.
De tiempo en tiempo exhalaba un gemido sordo.
En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa
de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el
que había experimentado al visitar la fábrica de dinero y salir medio
loca de las salas de acuñación.
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