Textos más descargados de Emilia Pardo Bazán publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 12 de febrero de 2021

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autor: Emilia Pardo Bazán editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 12-02-2021


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Águeda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Lárguese usted, y que no vuelva a verla delante —dijo furioso el celibatario a su sirviente, aquella vieja Águeda, que realmente era capaz de acabar con la paciencia de un santo de los que más se distinguieron por la abundancia de esta virtud.

Había sucedido que, cuando Águeda, que acababa de quedarse viuda, entró en casa de aquel solteronazo, don Sabas Méndez, no se diferenciaba de las fámulas del tipo general: despachaba su trabajo calladita, arreglaba la casa, guisaba regular, y sin motas, ni hilachas de estropajo, ni otros aditamentos imprevistos; y su único defecto era cierta murria que le entraba, y que la traía tres días o cuatro con cara de pocos amigos, dando porrazos a la loza y haciendo tintinear rabiosamente las cazolillas. A don Sabas, que vivía solo como un hongo —lo cual es un modo de decir, pues los hongos suelen crecer en grupos—, no le hubiese desagradado una criada de otro estilo, zalamera y simpática; pero, reflexionando, bien veía los inconvenientes de ventajas tales, y se resignaba con la misteriosa servidora que sin duda traía a la espalda, como tantos de su profesión, una historia de penas que le había oscurecido para siempre el alma. Aunque no hablaba nunca de su pasado, un día se le escapó decir que «quien ha perdido un hijo, no puede ya tener alegría en este mundo».

Egoísta, como suelen ser no los solterones crónicos, sino la mayoría de los humanos, don Sabas no se entretuvo en profundizar las penas de su doméstica, y vio con gusto que, a los dos o tres años de tenerla en casa, mostraba Águeda, algunos días, cierta expansión, como por accesos, y hasta se reía sin motivo aparente. En esos días venturosos la criada, más activa y diligente, se esmeraba en el servicio, haciendo a su amo los platos preferidos y lanzándose a preguntarle:

—¿Qué tal? ¿Estaba bien? ¿Le han gustado al señor las chuletitas de cordero? Así rebozadas en bichamiel son muy ricas…


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

De Polizón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Queriendo ver de cerca una escena triste, fui a bordo del vapor francés, donde se hacinaban los emigrantes, dispuestos a abandonar la región gallega. La tarde era apacible; apenas corría un soplo de viento, y el cielo y el mar presentaban el mismo color de estaño derretido; el agua se rizaba en olitas pesadas y cortas, que parecían esculpidas en metal. Desde el costado del vapor nos volvimos y admiramos la concha, el primoroso semicírculo de la bahía marinedina, el caserío blanco y las mil galerías de cristales, que le prestan original aspecto.

Trepamos por la escalerilla colgante a babor, y al sentar el pie en el puente, no obstante la pureza del aire salitroso, nos sentimos sofocados por el vaho de la gente, ya aglomerada allí. Poco avezados a moverse en espacio tan reducido, hechos a la libertad campestre, los labriegos se empujaban, y había codazos, resoplidos y patadas impacientes. Las familias de los emigrantes no acababan de resolverse a marchar, y el marino francés encargado de recoger el inevitable papelito amarillo se impacientaba y gruñía: Cette idée de venir ici faire ses adieux! On s’embrasse sur le quai, et puis c’est fini. El navegante, curtido por innumerables travesías, no comprendía a los que lloriqueaban. ¡Un viaje a América! ¡Valiente cosa!

Nos entretuvimos un rato en observar las variadas fisonomías de los emigrantes. Había rostros cerrados y bestiales de mozos campesinos, y caras expresivas, como de santos en éxtasis, alumbradas por grandes pupilas meditabundas. Las muchachas, con los ojos bajos y el continente modesto peculiar de las gallegas, parecían el botín de la guerra de un corsario. Entre los recién embarcados podían distinguirse los pasajeros ya recogidos en San Sebastián, y se veían mujeres guipuzcoanas desgreñadas, hoscas, pálidas de mareo con la marca de su raza: el duro diseño de las facciones.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Cuento de Mentiras

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había una vez cierto país venturoso, cuyos destinos regía un Gobierno consagrado exclusivamente al bien común, sin que entre los siete ministros que lo componían existiera uno solo a quien se pudiese acusar de negligencia, torpeza o mala fe en el desempeño de su cometido. ¿Decís que es imposible?… Alzad los ojos, releed el título de este cuento… y esperad; ya parecerá la moraleja.

Era tal la prosperidad del susodicho país; con tanto vigor florecían y se desarrollaban en él ciencias, artes, letras, agricultura, industria… —(Y aceitera, aceitera… como dicen los chicos)— que la nación vecina —donde por el contrario todo andaba manga por hombro y los gobernantes parecían jauría de canes que destrozan a dentelladas una presa, a ver cuál se lleva mayor piltrafa— se reconcomía de envidia y ardía en curiosidad deseando saber en qué consistía el intríngulis de la dicha de la otra nación, a la cual llamaremos Elisia, por distinguirla de su vecina y rival, que se nombraba Erebia.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Arco

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sobre el trozo de firmamento, no siempre despejado ni azul, que se veía desde mi ventana, fantaseo que aún se recorta, ahora que no existe, el gallardo contorno del Arco, que me infundía una especie de orgullo infantil de haber nacido en Arcosa y me dominaba con la sensación de respeto que causa lo que no se comprende.

En los días de sol —que no eran todos en la Arcosa cenicienta y húmeda que baña sus pies en un sacro río, de los infinitos que por la Península corren más o menos ledamente—, cuando salía yo a la calle, gozaba, con una alegría misteriosa, la sombra proyectada por el Arco, y mis ojos no acertaban a separarse de sus relieves, casi aniquilados por el tiempo. Muy desgastado se hallaba el granito, que el paso de los años lo gasta todo; pero aquellas figuras borrosas, a fuerza de contemplarlas, resucitaban dentro de mí, y flotaban las enseñas inmóviles, se plegaban las túnicas que apenas conservaban señales de su forma, y hasta resaltaban las cabezas que sólo eran vago bulto sin facciones. En el gran relieve que decoraba el tímpano y corría por todo el frontón, parecían revivir los personajes y sus actitudes nobles y heroicas, y al verificarse esta resurrección imaginativa, también se alzaba de su tumba secular el hecho de armas, o por mejor decir, los dos hechos conmemorados por el monumento, y tan contrarios, que el uno recordaba la gloria y dominio del Imperio de Roma, y el otro la lucha de independencia que sostuvo toda la Península con otros invasores más modernos. Sobre el tímpano corría la inscripción romana, ilegible ya, y en el dintel había encontrado hueco la otra, que hacía constar el hecho de Arcosa, su resistencia al francés, la página más brillante de sus fastos.


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Diálogo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En un rincón del Ateneo. Mesas con servicios de café, unos ya consumidos y que un mozo retira, otros que trae para señores ateneístas que leen periódicos o discuten a media voz. En un rincón, ocupando el ángulo de un diván y una butaca contigua, Teolindo y Galo conversan, sintiéndose perfectamente solos entre el rumor de charlas. Su diálogo parece continuación de otros anteriores. De esos temas que, entre amigos, salen a relucir una vez, cuando menos, por semana.

—Galo: No me cabe en la cabeza ese empeño tuyo de que somos libres y podemos hacer lo que nos dé la gana.

—Teolindo: ¡Qué quieres! ¡No me siento piedra ni vegetal!… Tengo mi conciencia.

—También la tendremos los demás… Sólo que, ante lo imposible, la conciencia se limita a darnos tormento, sin sacarnos del pantano.

—Galo: Bah.

—Teolindo: ¡Bah! A todas horas te ves en situaciones que te permiten afirmar la conciencia. A cada paso luchan tu honradez y tus apetitos. No querrás decir que vencen siempre estos últimos, ¿eh?

—Galo: Qué diantres. También yo tengo mi propia estimación. Y no es la honradez solamente. Es el buen sentido. Mira aquello que más me fastidia es no probar lo que me gusta… Y lo sigo.

—Pues me das la razón.

—Galo: No. Ésas son cosas que podemos hacer, sin más que unas miajas de entendimiento para discernir entre lo que está en nuestra mano y lo que no está, y escoger, como egoistones, lo que más nos conviene… porque, al fin, es el egoísmo el que nos mueve, en eso y en todo. Eso no me lo negarás.

—Teolindo: Según como se entienda… el supremo egoísmo sería virtud absoluta.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

De un Nido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Teniendo que ir a Madrid para la gestión de un asunto importante, de ésos en que se atraviesan intereses considerables y que obligan a pasarse meses limpiando el polvo a los bancos de las antesalas con los fondillos del pantalón, me informé de una casa de huéspedes barata, y en ella me acomodé en una sala «decente», con vistas a la calle de Preciados.

Intentaron los compañeros de mesa redonda que se estableciese entre nosotros esa familiaridad de mal gusto, ese tiroteo de bromas y disputas que suele degenerar en verdadera importunidad o en grosería franca. Yo me metí en la concha. El único huésped que demostraba reserva era un muchacho como de unos veinticuatro años, muy taciturno, que se llamaba Demetrio Lasús. Llegaba siempre tarde a la mesa, se retiraba temprano, comía poco, de través; bebía agua, respondía con buena educación, pero no buscaba la cháchara ni aparecía jamás preguntón ni entrometido, y estas cualidades me infundieron simpatía.

Sólo yo en una ciudad donde no conocía a nadie; separado de la familia, a la cual siempre he sido apegadísimo, mis necesidades afectivas se revelaron en el cariño que cobré a aquel mozo apenas le vi espontanearse y logré que entrase en mi cuarto, contiguo al suyo, dos o tres veces para aceptar un café que yo hacía en maquinilla. Me contó su historia: aspiraba a un destino, se lo tenían ofrecido, pero era preciso armarse de paciencia. Mi olfato me dijo que la historia no estaba completa, y que detrás de aquellas revelaciones quedaba mucho que saber; pero discretamente me di por contento y ofrecí servicios. Dinero, no, y lo sentía; que a ser rico, a no tener cinco hijos, el mayor de diez años, creo que me despojo de mi caudal para remediar la situación, asaz apurada, de Demetrio…


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Corro de Sombras

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En los Campos Elíseos. Una luz difusa y sin brillo ilumina un boscaje de hojas de un verde mate y flores que parecen transparentarse al través de un tul. Al centro del boscaje, un prado de hierba menuda, espesa y también enflorecida; estrellitas de oro, margaritas blancas la salpican graciosamente.

Una sombra sale del boscaje. Detrás de ella asoman otras muchas que van agrupándose en el prado. Al decir sombras, debe entenderse que son cuerpos, pero cuerpos en extremo sutiles, despojados del gravamen de su materia y rellenos como buñuelos de viento de algo más fino y leve que la carne y los huesos y las vísceras y la sangre mortal. Quedan, sin embargo, bien patentes las formas que revistieron en vida, y nadie podría desconocerlas; son celebridades, poetas, oradores, conquistadores, semidioses, humanidad superior. Se acercan y cambian impresiones en voz algo sorda, perceptible, sin embargo.

LA SOMBRA DE ORFEO: ¿Qué es eso? ¿Vuelve el tedio a dominaros? Aquí de la lira de oro. Os cantaré mis versos, oiréis un himno que no conocéis aún.

LA SOMBRA DE AQUILES (A LA SOMBRA DE HÉCTOR): Antiguo enemigo mío, tú, a quien maté y arrastré por los talones alrededor de los muros de Troya, ¿te entretenía la música? A mí, seamos francos, no es cosa que me divierta mucho. Y el bueno de Orfeo, cuyo mérito reconozco, se pone pesadito con sus himnos y sus arpegios. No me extraña que las mujeres del monte Rodope le hicieran pedazos.

LA SOMBRA DE HÉCTOR (confidencialmente): En cuanto empieza a preludiar, el sueño invade mis párpados. Sólo de pensarlo… ¡Aaaah! (Bosteza).

LA SOMBRA DE PLATÓN: ¿Por qué no disertamos, como se acostumbraba en mis sobremesas, de la naturaleza del alma, de la índole del amor expresada por la contemplación…?


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Cornada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una corrida en un pueblo, al estrenarse plaza, es un acontecimiento y da que hablar para el año todo; y si se trata de una ciudad del Norte, en la cual no existe ni ambiente ni verdadera afición, el alboroto es mayor aún. Cada cual se cree en el caso de echárselas de entendido, y se arman apuestas y polémicas sin fin.

Tal sucedía en Nublosa, donde desde hacía tiempo se venía procurando atraer en verano gente forastera, y con igual objeto se celebraban festejos, aumentando gradualmente las atracciones y soñando con terminar la famosa plaza mudéjar, de ladrillo, admiración y envidia de las demás ciudades de la región. Merced a la liberalidad de un indiano, don Tomás Corretén, terminose la plaza en menos de dos años; y como el generoso nublosense, que tanto amaba a la ciudad que le vio nacer, falleciese al poco tiempo de haber asegurado la construcción de la plaza con unos cuantos miles de duros, los diarios publicaron necrologías sentidísimas, y se habló de erigirle un monumento.

Dejaba don Tomás una viuda joven y no mal parecida: en opinión general, el mejor partido de Nublosa, pues el indiano la había instituido heredera de su capital, en perjuicio de los sobrinos y demás parentela.

—¡Lo que es la suerte de las personas! —repetían en tono enfático las comadres, recordando que aquella Carmela Méndez, hija de un empleadillo, en otros tiempos iba a la compra con una toquillita al pescuezo y echando los dedos por las botas rotas—. ¡Y ahora, gran casa, cercada de jardín, construida por el indiano en lo mejor de Nublosa; coche reluciente de barniz, forrado de seda, con lacayos enlutados; treinta mil duros de renta, una vida de abadesa; cocinera, capellán!…


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Chucho

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi íntimo amigo Leiva suele convidarme a comer los jueves y a la hora del café cuenta anécdotas de cuando era pobre… tan pobre, se complace en repetir, [que] recurrió a ese procedimiento que la gente llama «esgrima de sable», y no es sino uno de tantos arbitrios defensivos contra la miseria.

Tales relatos adquieren picante sabor al ser escuchados en la sala donde Leiva manda servir la aromática bebida, y que parece un prodigio de riqueza cara (porque hay decorados ricos baratos); pero el día de la estancia a que me refiero, aparentemente sencillo, es, por el gusto artístico, una maravilla, y, por la magnificencia, un alarde de archimillonario.

Sólo la mesa, alrededor de la cual nos agrupamos para saborear nuestro moka, ha sido solicitada por museos extranjeros en sumas fuertes.

Los bronces y las miniaturas que la adornan valen cualquier precio.

¿Usted cree —me dijo una noche, mientras con gesto distraído aplastaba la ceniza de su cigarro en el cenicero— que soy ahora más feliz que entonces? Estoy por jurar que usted será de las pocas personas capaces de comprender que no.

—¿Era usted soltero en aquellos tiempos? —pregunté.

—Soltero… y huérfano. ¡Ya entiendo, ya! Usted quiere decir que las privaciones no nos importan por nosotros mismos.

—¡Naturalmente!… La pobreza estimuló sus energías: quiso usted triunfar de ella y triunfó. Si oyese usted a su lado llorar de hambre a un ser querido… ni fuerzas le quedarían para la lucha.

—¿Sabe usted —murmuró Leiva reflexivo— que no he dicho verdad al afirmar que estaba solo? Tenía conmigo… va usted a ver… un perro. Y, justamente… aquel perro fue el origen de mi fortuna.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Bromita

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito —díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo—. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.

Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.

Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.

—Verá usted lo que todos opinan…

—A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.

¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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