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autor: Emilia Pardo Bazán editor: Edu Robsy textos disponibles


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La Nochebuena del Carpintero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.

Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!


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5 págs. / 10 minutos / 46 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Mariposa de Pedrería

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase que se era un mozo muy pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas de la gran capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio desfondadas, un catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero roñoso y un anafre comido de orín. El mozo —a quien llamaré Lupercio— cubría sus carnes con traje sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas, entreabiertas; por ropa blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un pingo. Así es que Lupercio sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir a la calle para comprar un panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con alguna niña bonita, limpia y bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al rostro.

Para evitar el bochorno de que las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer, cuando es más fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se codea y empuja. Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y hasta rozaba cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía el roce eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias. Sus ojos ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio, clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de aprender, de vivir.


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4 págs. / 7 minutos / 50 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Inspiración

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Temporada fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa sensibilidad y de su imaginación fecunda.

Acababa de romper relaciones con una mujer a quien no amaba: aquello principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel antipático, que ya va olvidando, de puro sabido, en un drama sin interés y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta indiferencia le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin querérselo confesar, descontento de sí, rebajado a sus propios ojos, saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata grata convicción de que su mente ya no volvería a crear obra de arte, ni su corazón a destilar sentimiento.

Sí: Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos tienen horas en que la frialdad que advierten los induce a dudar de su propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose impotentes, paralíticos, muertos.


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4 págs. / 7 minutos / 47 visitas.

Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.

La Guija

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el pacífico pueblecito ribereño de Areal fue enorme el rebullicio causado por el misterioso episodio de la desaparición del chicuelo.¡Un niño tan guapo, tan sano, tan alegre! ¡Y no saberse nada de él desde que a la caída de la tarde se le había visto en el playazo jugando a las guijas o pelouros.

La madre, robusta sardinera llamada la Camarona, partía el corazón. Llorando a gritos, mesándose a puñados las greñas incultas, pedía justicia, misericordia..., en fin, ¡malaña!, que encontrasen a su hijo, su Tomasiño, su joya, su amor. Su padre, el patrón Tomás, cerrando los puños, inyectados los ojos, amenazaba... ¿A quién? ¿A qué? ¡Ahí está lo negro! A nadie... Porque no pasaban de conjeturas vagas, muy vagas, las que podían hacerse. O a Tomasiño se lo había tragado el mar, o lo habían robado. Si lo primero, ¿cómo no aparecía el cuerpo? Si lo segundo, ¿cómo no se encontraba rastro del vil ladrón?

Bien pensado, cuando la pena dio espacio a que se reflexionase, lo de haberse ahogado Tomasiño no era ni pizca de verosímil. El rapaz nadaba lo mismo que un barco; hacía cada cole que aturdía; y que hubiese tormenta, que no la hubiese, él salía a la playa después de una o dos horas de chapuzón, tan fresco y tan colorado. El mar era su elemento, no la tierra. Lo juraba el patrón: no tenía la culpa el mar.


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2 págs. / 4 minutos / 254 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Flor Seca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El conde del Acerolo no había dado mala vida a su esposa; hasta podía preciarse de marido cortés, afable y correcto. Verificando un examen de conciencia, en el gabinete de la difunta, en ocasión de hacerse cargo de sus papeles y joyas, el conde sólo encontraba motivos para alabarse a sí propio: ninguno para que la condesa se hubiese ido de este mundo minada por una enfermedad de languidez. En efecto; el matrimonio —según el criterio sensatísimo del conde— no era ni por asomos una novela romántica, con extremos, arrebatos y desates de pasión. ¡Ah, eso sí que no podía serlo el matrimonio! Y el conde no recordaba haber faltado jamás a estos principios de seriedad y cordura. Se le acusaría de otra cosa; nunca de poner en verso la vida conyugal. La respetaba demasiado para eso. No hay que confundir los devaneos y los amoríos con la santa coyunda. Y no los confundía el conde.

Abiertos el secrétaire y los armarios de triple luna, su contenido aparecía patente, revelando todos los hábitos de una señora elegante y delicada. La ropa blanca, con nieve de encajes sutiles; las ligeras cajas de los sombreros; las sombrillas de historiado puño; el calzado primoroso, que denuncia la brevedad del estrecho pie; las mantillas y los volantes de puntos rancios y viejos, en sus saquillos de raso con pintado blasón; los abanicos inestimables en sus acolchadas cajas; los guantes largos de blanda Suecia, que aún conservan como moldeada la redondez del brazo y la exquisita forma de la mano..., iban saliendo de los estantes, para que el viudo, de una ojeada sola, resolviese allá en su fuero interno lo que convenía regalar a la fiel doncella, lo que debía encajonarse y remitirse al Banco, por si andando el tiempo..., y lo que, a título de recurso cariñoso, debía ofrecer a las amigas de la muerta, entre las cuales había algunas muy guapas... ¡Ya lo creo que sí!


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4 págs. / 8 minutos / 197 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cuestión Palpitante

Emilia Pardo Bazán


Ensayo, Literatura


Prólogo de la cuarta edición

Debe de ser muy parecida la impresión que produce el reeditar un libro hace tiempo agotado—sobre todo un libro como éste, de tan viva polémica—al sentimiento que se despierta en el alma cuando abrimos un cajón atestado de correspondencia antigua, donde yacen apagados y mudos los viejos afectos, los viejos intereses y las viejas tribulaciones. Con melancólica sorpresa escarbamos en las cenizas, releemos carillas y más carillas, y el pasado renace una hora. ¡Cuán bien discernimos entonces los yerros ajenos y propios! ¡Cuán disculpable engreimiento nos domina al advertir quizás que no en todo errábamos, que por ventura la experiencia de hoy corrobora las previsiones de ayer!

Al repasar las hojas de LA CUESTIÓN PALPITANTE, antes de resolverme á reimprimirla al frente de mis Obras completas, noto más deficiencias en la composición del libro que diferencia entre mis ideas estéticas de entonces y las de ahora.—Si intentase corregir ó refundir, tendría que añadir mucho, sin variar esencialmente nada. Como que en realidad, la discutida, combatida, asendereada y—perdóneseme la afirmación— leidísima CUESTIÓN PALPITANTE, no fué catecismo de una escuela, según erradamente creyeron los que la vieron con ojos maliciosos ó descuidados, sino exposición de teorías que aquí se habían entendido al revés, con saña y reprobación tan antiliterarias como ciegas, y ensayo de crítica de esas mismas teorías, sin pasión ni dogmatismo. Hoy, que se ha serenado el cielo, cualquiera que se tome el trabajo de repasar las hojas de mi libro verá que no es tal Biblia del naturalismo, (así le llamaba, en chanza probablemente, cierto sapientísimo historiador), sino una tentativa de sincretismo, tan batalladora en la forma como serena y tolerante en el fondo.


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160 págs. / 4 horas, 40 minutos / 183 visitas.

Publicado el 15 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Cruz Roja

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En pintoresco caminito de aldea, no lejos de la costa, hay un sitio que siempre tuvo el privilegio de fijar mi atención y de sugerirme ideas románticas. Aquel nogal secular, inmenso, de tronco fulminado por el rayo; aquel crucero de piedra, revestido de musgo, de gradas rotas, casi cubiertas por ortigas y zarzas; y, por último, en especial, aquel caserón vetusto de ventanas desquiciadas y sin vidrios, que el viento zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya revestida de telarañas, fatídica señal: una cruz trazada en rojo color, parecida a una marca sangrienta...

¿Quién habría plantado el nogal, erigido el crucero y habitado la casa? ¿Quién estamparía en su fachada la huella de sangre? ¿Qué drama oscuro y misterioso se desarrolló entre aquellas cuatro paredes, o a la sombra de aquel nogal maldito, o al pie del signo de nuestra redención? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestro edificio, y cómo su actual dueño la dejaba pudrirse y desmoronarse, si no era que el recuerdo de la desconocida tragedia le erizaba el cabello, impulsándole a huir de tan funestos lugares?

Solíamos pasar ante la casa muy de prisa, a caballo, de vuelta de alguna excursión, y nunca se veía por allí alma viviente a quien preguntar. En las aldeas vecinas tampoco dí con persona que supiese nada positivo de la roja cruz. Solo conseguí respuestas reticentes, movimientos de cabeza significativos, indicaciones vagas: la casa llevaba su estigma; a la casa no convenía acercarse. ¿Por qué? Sobre esto, chitón. Estaba deshabitada desde hacía veinticinco años lo menos; nadie supo decirme el nombre ni la condición de sus últimos moradores. Ni siquiera averigüé quién la poseía en la actualidad. Llegué a creer que todo lo concerniente a la ruinosa casa estaba envuelto en densas tinieblas.


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6 págs. / 11 minutos / 42 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Casa del Sueño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...


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4 págs. / 7 minutos / 93 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Justiciero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De vuelta del viaje, acababa el Verdello de despachar la cena, regada con abundantes tragos del mejor Avia, cuando llamaron a la puerta de la cocina y se levantó a abrir la vieja, que, al ver a su nieto, soltó un chillido de gozo.

En cambio, Verdello, el padre, se quedó sorprendido, y, arrugando el entrecejo severamente, esperó a que el muchacho se explicase. ¿Cómo se aparecía así, a tales horas de la noche, sin haber avisado, sin más ni más? ¿Cómo abandonaba, y no en víspera de día festivo, su obligación en Auriabella, la tienda de paños y lanería, donde era dependiente, para presentarse en Avia con cara compungida, que no auguraba nada bueno? ¿Qué cara era aquella, rayo? Y el Verdello, hinchado de cólera su cuello de toro, iba a interpelar rudamente al chico, si no se interpone la abuela, besuqueando al recién venido y ofreciéndole un plato de guiso de bacalao con patatas oloroso y todavía caliente.

El muchacho se sentó a la mesa frente a su padre. Engullía de un modo maquinal, conocíase que traía hambre, el desfallecimiento físico de la caminata a pie, en un día frío de enero; al empezar a tragar daba diente con diente, y el castañeteo era más sonoro contra el vidrio del vaso donde el vino rojeaba. El padre picando una tagarnina con la uña de luto, dejaba al rapaz reparar sus fuerzas. Que comiese..., que comiese... Ya llegaría la hora de las preguntas.


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5 págs. / 9 minutos / 44 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Inútil

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ello ocurrió en una antes floreciente ciudad, cuyas casas se venían abajo, minadas por el embate de los proyectiles, y donde no quedaba ya, al parecer, un solo habitante.

Los deberes de mi profesión me habían llevado allí. Yo tenía que escribir la información para un gran periódico, y procuraba estar a la altura de mi cargo. Pasaba a través del incendio, no rehuía la metralla, pisaba alambradas, dormía al raso, con temperaturas de diez o doce grados bajo cero; comía poco, y detestable; por milagro alcanzaba un sorbo de coñac; pero todo esto era nada en comparación de la huella que iban marcando en mi ánimo tan terribles cuadros y tanto estrago y matanza incesantes.

Había llegado a serme indiferente el peligro personal. Porque mi vida, en tal odisea, pendió de un cabello tantas veces, que llegué a tener opinión ventajosa de mi valor. Mal o bien, los beligerantes se protegían mutuamente: eran la colectividad. Yo era el individuo aislado, tal vez sospechoso, a quien nadie atendía, y que vagaba, como entonces, solo, en medio de la desolación, la ruina y el incendio, en una noche rigurosa, por señas la última noche del año…

El cielo, alto y puro, claveteado de innumerables y límpidas estrellas, cubría como azul pabellón el espectáculo doloroso de la tierra despedazada por sus hijos, el gran parricidio del destrozo, consciente y calculado, de un foco de vida; una colmena ayer zumbadora y destilando mieles de riqueza.

Recorrí las calles; me asomé a las arrancadas puertas; empujé el cancel de las iglesias, cuyas torres se habían hundido; registré las casuchas… Ni una voz, ni un resuello, ni un gemido pude sorprender.


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3 págs. / 6 minutos / 46 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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