Textos más descargados de Emilia Pardo Bazán publicados por Edu Robsy disponibles | pág. 5

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autor: Emilia Pardo Bazán editor: Edu Robsy textos disponibles


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No lo Invento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La muchacha más hermosa del pueblecillo de Arfe tenía el nombre tan lindo como el rostro; llamábase Pura, y sus convecinos habían reforzado el simbolismo de su nombre, diciendo siempre Puri la Casta. Esta denominación, que huele a azucena, convenía maravillosamente con el tipo de la chica, blanca, fresca, rubia, cándida de fisonomía hasta rayar en algo sosa, defecto frecuente de las bellezas de lugar, en quienes la coquetería se califica de liviandad al punto, y el ingenio y la malicia pasarían, si existiesen, por depravación profunda. En la región de España donde se encuentra situado Arfe, se le exige a la mujer que sea rezadora, leal, casera, fuerte, sencilla, y, para seguridad mayor, un tanto glacial. Así era la Casta, cerrado huerto, sellada fuente, llena tan sólo de agua clarísima. Por lo cual, y por su gallarda escultura, mozos y señoritos se bebían tras ella los vientos, y los ancianos la miraban con cariñosa admiración, mayor y más justificada que la de los viejos de Troya para Helena de Menelao.


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Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 86 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Cuentos de Amor

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección


El amor asesinado

Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.


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200 págs. / 5 horas, 50 minutos / 844 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Champagne

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón.

Solicitó una confidencia y, sin duda, «la prójima» se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:

—Me conmueve siempre ver abrir una botella de champagne, porque ese vino me costó muy caro… el día de mi boda.

—Pero ¿tú te has casado alguna vez… ante un cura? —preguntó Raimundo con festiva insolencia.

—Ojalá no —repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa—. Por haberme casado, ando como me ves.

—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún pillo?

—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene y posee miles de duros… Miles, sí, o cientos de miles.

—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso… ¿Te daba mala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba?

—Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa… ¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más.

—¡Ah! —murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 118 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Culpable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Elisa fue una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y murió joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas de tren… Después sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la depositaron en un convento, y a los quince días se casó, sin que sus padres asistiesen a la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.

Ellos no se habían opuesto de frente a las relaciones de Elisa con Adolfo; mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlos por espacio de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables coloquios junto a la chimenea, en el diario tortoleo, el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 111 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento Primitivo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tuve yo un amigo viejo, hombre de humor y vena, o como diría un autor clásico, loco de buen capricho. Adolecía de cierta enfermedad ya anticuada, que fue reinante hace cincuenta años, y consiste en una especie de tirria sistemática contra todo lo que huele a religión, iglesia, culto y clero; tirria manifestada en chanzonetas de sabor más o menos volteriano, historietas picantes como guindillas, argumentos materialistas infantiles de puro inocentes, y teorías burdamente carnales, opuestas de todo en todo a la manera de sentir y obrar del que siempre fue, después de tanto alarde de impiedad barata, persona honradísima, de limpias costumbres y benigno corazón.

Entre los asuntos que daban pie a mi amigo para despacharse a su gusto, figuraba en primer término la exégesis, o sea la interpretación —trituradora, por supuesto— de los libros sagrados. Siempre andaba con la Biblia a vueltas, y liado a bofetadas con el padre Scío de San Miguel. Empeñábase en que no debió llamarse padre Scío, sino padre Nescío, porque habría que ponerse anteojos para ver su ciencia, y las más veces discurría a trompicones por entre los laberintos y tinieblas de unos textos tan vetustos como difíciles de explicar. Sin echar de ver que él estaba en el mismo caso que el padre Scío, y peor, pues carecía de la doctrina teológica y filológica del venerable escriturario, mi amigo se entremetía a enmendarle bizarramente la plana, diciendo peregrinos disparates que, tomados en broma, nos ayudaban a entretener las largas horas de las veladas de invierno en la aldea, mientras la lluvia empapa la tierra y gotea desprendiéndose de las peladas ramas de los árboles, y los canes aúllan medrosamente anunciando imaginarios peligros.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 80 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Náufragas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.

Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.

Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...

Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.

¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 146 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Maleficio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 47 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Centenaria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Aquí —me dijo mi primo, señalándome una casucha desmantelada al borde de la carretera— vive una mujer que ha cumplido el pasado otoño cien años de edad. ¿Quieres entrar y verla?

Me presté al capricho obsequioso de mi pariente y huésped, en cuya quinta estaba pasando unos días muy agradables, y, aunque ningún interés especial tenía para mí la vista de una vejezuela, casi de una momia desecada que ni cuenta daría de sí, aparenté por buena crianza que me agradaba infinito tener ocasión de comprobar ocularmente un caso notable de longevidad humana.

Entramos en la casucha, que tenía un balcón de madera enramado de vid, y detrás un huerto, donde se criaban berzas y patatas a la sombra de retorcidos y añosos frutales. Dijérase que allí todo había envejecido al compás de la dueña, y la decrepitud, como un contagio, se extendía desde los nudosos sarmientos de la cepa hasta las sillas apolilladas y bancos denegridos que amueblaban la cocina baja, primera habitación de la casa donde penetramos.

Estaba vacía. Mi primo, familiarizado con el local, llamó a gritos:

—¡Teresa, madama Teresa!

Al oír madama, la aventura empezó a interesarme. ¿Era posible que fuese francesa la centenaria que vegetaba allí, en un rincón de las mariñas marinedinas? ¿Francesa? ¡Extraña cosa!

Una voz lejana respondió desde el huerto:

—Aquí estoy...

El acento era extranjero; no cabía duda. Antes de pasar, interrogué. Me contestó una de esas sonrisas que prometen mucho, una sonrisa que era necesario traducir así: «¿Pensabas que iba a enseñarte algo vulgar?»


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4 págs. / 8 minutos / 91 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Dominó Verde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase a todos los medios imaginables para acercarse a mí. Al romper la cadena de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un odio jurado y mortal.

Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó a atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos agradecen a su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro e insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca, a veces, a la mujer que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos incitan a la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un corazón, por lo mismo que sabemos que ha de verter sangre bajo nuestros crueles pies.

Lo cierto es que yo, cuando vi que por fin guardaba silencio María, cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo e instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor a la existencia. Acudí a los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, concurrí a saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, a manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma; me desaté, movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se tradujo en el deseo de regalar a cualquier mujer, a la primera que tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba a María —a María, triste y pálida; a María, medio loca por mi abandono; a María, enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable desdén.


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5 págs. / 9 minutos / 76 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Primer Amor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Qué edad contaría yo a la sazón? ¿Once o doce años? Más bien serían trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; pero no me atrevo a asegurar nada, considerando que en los países meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la culpa de semejantes trastornos.

Si no recuerdo bien el «cuándo», por lo menos puedo decir con completa exactitud el «cómo» empezó mi pasión a revelarse.

Gustábame mucho —después de que mi tía se largaba a la iglesia a hacer sus devociones vespertinas— colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para mí un museo. Siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcaico y discreto: el aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; un «ridículo» de terciopelo azul bordado de canutillo: un rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones. Yo los curioseaba y los volvía a su sitio. Pero un día —me acuerdo lo mismo que si fuese hoy— en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de rancio encaje, vi brillar un objeto dorado… Metí las manos, arrugué sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 220 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

34567