Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa
belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los
transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha
refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es
aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en
neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas
monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de
guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en
flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa.
Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más
raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol.
Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas,
esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el
círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.
Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo
mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.
Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente
de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de
pena...
Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño,
anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al
abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y
vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para
comprarlo. Deudas, eso sí.
¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su
casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico,
establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la
ciencia.
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