Entró la camarera, bandeja de plata en mano, y presentó a la duquesa
el correo. Había en él periódicos franceses, Ilustraciones metidas en su
fino camisón de seda, dos o tres cartas de satinado sobre y heráldico
timbre, y, nota desaliñada en aquel concierto, otra carta más, cerrada
consigo misma, sellada con obleas verdes, regado de gruesa arenilla el
sobrescrito.
Quizás la propia extrañeza que le causó ver tan tosca misiva moviese a
la duquesa a echarle mano, anteponiéndola a las demás; pero aun no bien
puso los ojos en ella, cuando dijo festivamente:
—¡Si es para el ama!... Que venga, que tiene carta de sus padres.
La camarera salía ya, y la duquesa añadió con mucho interés:
—Que traiga la chiquitina... Que la traiga abrigada; hoy es un día fresco.
Pocos minutos tardó en menearse el cortinaje de brocado crema sobre
fondo azul y en oírse un tlin... tlin... de menudos cascabeles, y antes
de que asomase la fornida persona del ama, la duquesa sonrió a una
manecita pálida, hoyosilla: una manecita de diez meses que esgrimía un
sonajero de plata.
—¡Vente, angelote..., a mamá..., mil besos!
—Mmiií —gorjeó la criatura, palpando con afán el medallón de
turquesas y brillantes que resplandecía sobre la bata de negro
terciopelo de la dama, mientras las caricias de ésta, como golosas
moscas, se le posaban sobre el cuello, frente y ojos.
—Está descolorida, ama..., está ojerosita... ¿Cómo ha dormido? ¿Qué dice miss?
—Miss dice..., es decir, no dice nada...; ¡ay!, sí, dice que también
allá por su tierra los chiquillos, cuando andan con dientes..., ya ve
ucencia..., rabian de Dios y se ponen esmirriaditos.
Alzó levemente los hombros la duquesa, como indicando: «Buen par de apuntes estáis tú y miss». Y hablándose a sí misma, murmuró:
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