Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados:
unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había
enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un
cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse
orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia
conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento
paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés
iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y
teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.
La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había
nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta,
y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo
sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el
hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.
Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había
favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés»
fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la
excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso
de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la
viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido
la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su
hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por
Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se
alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o
planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea
de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada
la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.
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