Cada vez que yo le hacía observaciones a mi amigo Sabino Ruilópez
acerca de su próximo matrimonio, me oía tratar de romántico, de
fantástico y hasta de necio.
—Pero, criatura —me decía, protegiéndome, pues tenía dos años más que
yo—, ¿pensarás que no comprendo por qué sientes ese recelo contra mi
novia? Son las espinas, las dichosas espinas. ¡Bah! Yo miro las cosas
equilibradamente, y no veo en esas espinas el menor obstáculo para la
felicidad conyugal.
La novia era hija de otro Ruilópez, primo hermano del padre del
novio, por tanto, prima segunda de su futuro, lo cual había facilitado
las relaciones. Nació la niña un día de Semana Santa, y la madre quiso
que se le pusiese de nombre María del Martirio, y se empeñó en que
traía, alrededor de la sien, una corona de espinas. Preguntado el
médico, declaró que no había tal corona, y que sólo se observaban en la
frentecita de la recién nacida, y entre la pelusa que cubría su cráneo,
unas manchas rosa, como huellas de picadas de alfileres. No se necesitó
más para acreditar la leyenda. Al morir, poco después, su madre, se
hicieron tristes vaticinios respecto a la niña; o moriría también, o su
destino sería el convento.
Se crió, no obstante, normalmente, aunque un poco reconcentrada de
carácter y enemiga de bullicio y diversiones. Apenas tuvo amigas, y como
sólo vio a su primo, fue natural que la idea de ser su esposa germinase
en su espíritu, casi sin preparación. Sabino se empeñó en llevarme a la
casa de María del Martirio, no comprendiendo yo, al pronto, la razón de
tal empeño. Luego él mismo acabó por confesarme que se aburría un poco
en aquella vivienda melancólica. Después de casado, sería otra cosa, ya
se las arreglaría él para transformar a Martirio. Hablaba de Martirio
como de algo que le pertenecía, y reía fatuamente, seguro de apoderarse
de los últimos resortes secretos de su voluntad.
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