Al recibir la cartita, Águeda pensó desmayarse. Enfriáronse sus
manos, sus oídos zumbaron levemente, sus arterias latieron y veló sus
ojos una nube. ¡Había deseado tanto, soñado tanto con aquella
declaración!
Enamorada en secreto de Fausto Arrayán, el apuesto mozo y
brillantísimo estudiante, probablemente no supo ocultarlo; la delató su
turbación cuando él entraba en la tertulia, su encendido rubor cuando él
la miraba, su silencio preñado de pensamientos cuando le oía nombrar; y
Fausto, que estaba en la edad glotona, la edad en que se devora amor
sin miedo a indigestarse, quiso recoger aquella florecilla
semicampestre, la más perfumada del vergel femenino: un corazón de
veinte años, nutrido de ilusiones en un pueblo de provincia, medio
ambiente excitante, si los hay, para la imaginación y las pasiones.
Los amoríos entre Fausto y Águeda, al principio, fueron un dúo en que
ella cantaba con toda su voz y su entusiasmo, y él, «reservándose» como
los grandes tenores, en momentos dados emitía una nota que arrebataba.
Águeda se sentía vivir y morir. Su alma, palacio mágico siempre
iluminado para solemne fiesta nupcial, resplandecía y se abrasaba, y una
plenitud inmensa de sentimiento le hacía olvidarse de las realidades y
de cuanto no fuese su dicha, sus pláticas inocentes con Fausto, su
carteo, su ventaneo, su idilio, en fin. Sin embargo, las personas
delicadas, y Águeda lo era mucho, no pueden absorberse por completo en
el egoísmo; no saben ser felices sin pagar generosamente la felicidad.
Águeda adivinaba en Fausto la oculta indiferencia; conocía por momentos
cierta sequedad de mal agüero; no ignoraba que a las primeras brisas
otoñales el predilecto emigraría a Madrid, donde sus aptitudes
artísticas le prometían fama y triunfos; y en medio de la mayor
exaltación advertía en sí misma repentino decaimiento, la convicción de
lo efímero de su ventura.
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