Preguntáronle sus amigos al marqués de Bahama —riquísimo criollo
conocido por su fausto, sus derroches y su aristocrática manía de
defender la esclavitud— porqué singular capricho llevaba a su lado en el
coche y sentaba a su mesa a cierto negrazo horrible, de lanuda testa y
morros bestiales, y por contera siempre ebrio, siempre exhalando
tufaradas de aguardiente, que no lograban encubrir el característico
olorcillo de la Raza de Cam.
—Hay —le decían— negros graciosos, bien configurados, de dientes
bonitos, de piel de ébano, de formas esculturales. Pero éste da grima.
Más que negro es verde violeta; es una pesadilla.
Y el marqués, sonriendo, defendía a su negrazo con algunas frases de conmiseración indolente:
—¡Probrecillo! ¡Qué diantre!... Yo soy así.
Al cabo en una alegre cena donde se calentaron las cabezas, merced a
que se bebió más champaña y más manzanilla y más licores de lo
ordinario, y lo ordinario no era poco; viendo yo al marqués animado,
decidor —en plata, algo chispo—, aproveché la ocasión de repetir la
pregunta. ¿Por qué Benito de Palermo —así se llamaba el negrazo— gozaba
de tan extraordinarias franquicias? Y el marqués, a quien le relucían
los hermosos ojos negros, de pupila ancha, contestó sonriendo y
señalando a Benito, que yacía bajo la mesa, completamente beodo:
—Por borracho, cabal; por borracho.
No logré que entonces se explicase más, Parecióme tan rara la causa
de privanza de Benito como la privanza misma. De allí a dos días,
paseando juntos, recordé al marqués su extraña contestación y él,
arrojando el magnífico «recorte» que chupaba distraídamente, murmuró con
entonación perezosa:
—Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré lo que falta... Ahora se
sabrá cómo si no es por la borrachera de Benito estoy yo muerto hace
años, y de la muerte más horrorosa y cruel.
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