«La Borgoñona»
El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas
hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo
finísimo que revela los trabajos de la polilla, quedéme un rato
meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para
nuestros sencillos tatarabuelos, parecía escandalosa a la edad presente.
Porque hartas veces observo que hemos crecido, si no en maldad, al
menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora
para evitar que subrayasen sus frases e interpreten sus intenciones y
tomen por donde queman sus relatos inocentes. Así todos andamos
recelosos y, valga esta propia metáfora, barba sobre el hombro, de miedo
de escribir algo pernicioso y de incurrir en grandísima herejía.
Pero acontece que si llega a agradarnos o a producirnos honda
impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase
que bulle y se revuelve allí cula el feto en las maternas entrañas,
solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí
la historia milagrosa que —escrúpulos a un lado— voy a contar, no sin
algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me
aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y
colores caprichosamente iluminadas, o a modo de vidriera de catedral
gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto.
¡Oh, quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista
para empezar diciendo: «¡En el nombre del Padre...!»
I
Eran muchos, muchos años o, por mejor decir, muchos siglos hace; el
tiempo en que Francisco de Asís, después de haber recorrido varias
tierras de Europa, exhortando a la pobreza y a la penitencia, enviaba
sus discípulos por todas partes a continuar la predicación del
Evangelio.
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