—¿Creé usted —me preguntó el catedrático de Medicina— en algún presagio? ¿Cabe en su alma superstición?
Cuando me lo dijo, nos encontrábamos sentados, tomando el fresco, a
la puerta de la bodega. La frondosa parra que entolda una de las
fachadas del pazo rojeaba ya, encendida por el otoño. Parte de sus
festoneadas hojas alfombraba el suelo, vistiendo de púrpura la tierra
seca, resquebrajada por el calor asfixiante del mediodía. Los viñadores,
llamados «carretones», entraban y salían, soltando al pie del lugar su
carga de uvas, vaciando el hondo cestón del cual salía una cascada de
racimos color violeta, de gordos y apretados granos.
¡Famosa cosecha! Yo veía ya el vino que de allí iba a salir, el mejor, el más estimado del Borde... Y medio distraída, respondí:
—¿Presagios? No... A no ser que... ¡Ah! Sí; un hecho le contaría...
—¿Algo que le haya «sucedido» a usted?
—¿A mí?... No. Se me figura (no me pregunte usted la causa de esta
figuración) que a mí «no puede» sucederme nada. Y efectivamente, en toda
mi vida...
—Entonces, permitame que no haga caso de los cuentos que traen personas impresionables..., o embusteras.
—No es cuento —afirmé, olvidándome ya de la interesante faena de la
vendimia que presenciaba, y retrocediendo con el pensamiento a tiempos
juveniles—. Es un caso que presencié. Así que usted lo oiga, comprenderá
cómo no hubo farsa ni mentira. La explicación... no la alcanzo. En
estas materias, ni soy crédula y medrosa, ni escéptica a puño cerrado.
¡Qué quiere usted! Vivimos envueltos en el misterio. Misterio es el
nacer, misterio el vivir, misterio el morir, y el mundo, ¡un misterio
muy grande! Caminamos entre sombras, y el guía que llevamos..., es un
guía ciego: la fe. Porque la ciencia es admirable, pero limitada. Y
acaso nunca penetrará en el fondo de las cosas.
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