Textos por orden alfabético de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento | pág. 5

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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento


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¿Cobardía?

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era en el café acabado de abrir en Marineda, el que les puso la ceniza en la frente a los demás, desplegando suntuosidad asombrosa para una capital de segundo orden. Nos tenía deslumbrados a todos la riqueza de las vidrieras con cifras y arabescos; las doradas columnas; los casetones del techo, con sus pinturas de angelitos de rosado traserín y azules alas y, particularmente, la profusión de espejos que revestían de alto a bajo las paredes; enormes lunas biseladas, venidas de Saint-Gobain (nos constaba, habíamos visto el resguardo de la Aduana), y que copiaban centuplicándolos, los mecheros de gas, las cuadradas mesas de mármol y los semblantes de las bellezas marinedinas, cuando venían muy emperifolladas en las apacibles tardes del verano, a sorber por barquillo un medio de fresa.

Es de advertir que nosotros no ocupábamos el vasto salón principal, sino otro más chico bien alhajado, arrendado por los miembros de la aristocrática Sociedad La Pecera, que, por si ustedes no lo saben, es el Veloz Club marinedino (tengo la honra de pertenecer a su Junta directiva). La Pecera, por lo mismo que no admite sino peces gordos, es poco numerosa y no puede sufragar los gastos de un local suyo. Bástale el saloncillo del café, forrado todo de azogadas lunas, cerrado por vidrieras clarísimas que caen a dos fachadas: la que da a la calle Mayor y la del paseo del Terraplén. A este derroche de cristalería se debió el mote puesto a nuestra Sociedad por la gente maleante. Algunos divanes y mesas de juego, un biombo completaban los trastos de aquel observatorio, donde se reunía por las tardes y durante las primeras horas nocturnas el «todo Marineda» masculino y selecto.


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6 págs. / 11 minutos / 89 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Coleccionista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al notar los vecinos que la puerta no se abría, como de costumbre, que la vejezuela no bajaba a comprar la leche para su desayuno, presintieron algo malo; enfermedad grave y repentina, muerte súbita quizá..., ¿tal vez crimen?

Llamaban de apodo a la mendiga —a quien, por cierto, se le conocía muy bien que había tenido otra posición en otros días— la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía lo que veía al alcance de sus uñas, sin más fin que ocultarlo en su nido. La Urraca —cuyo nombre verdadero era Rosario— no hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública.

Algunas excelentes albanas recordaba y podía inscribir en sus fastos la vieja, conseguidas al mendigar ante la portezuela de los coches particulares. Al subirse las señoras, al bajarse, son frecuentes las pérdidas de bolsos, saquillos, tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menudencias.

Rosario, «tía Rosario», como le decían las vecinas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer el objeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso de que lo restituyese. Había tocado el barro del arroyo, y para la gente del arroyo era. Aparte de este criterio, a la Urraca se le podían fiar miles de pesetas; cada uno entiende la probidad como la entiende.


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4 págs. / 7 minutos / 83 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Comedia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Parece tonto esto de narrar cosas que pueden verse sólo con asomarse a la ventana o a la puerta. Por puertas y ventanas trepan al asalto la helada, el bochorno, el tráfago y las impurezas de la vía pública... ¡Quién poseyese una urna hialina, y en ella se claustrase, aletargándose antes como los milagrosos faquires!

Dentro de la urna, tapadas con cera las aberturas de los sentidos, revulsa la lengua para obturar la laringe, allá el dolor que revolotee y entenebrezca el aire. ¡Dolor! ¡Dolor ajeno, sobre todo! ¿En qué nos atañe? ¿No le basta a cada cual su ración? ¿No es inconcebible tortura la mera percepción del dolor universal? Si revuela a nuestro alrededor un solo murciélago, nos crispa; si en una gruta pabellonada de sartas de murciélagos se nos aplana encima el enjambre, nos ahoga. El dolor universal agita el aire con millares de alas de sombra. No nos cabe dentro sino el sufrimiento propio, ¡y rebosa tantas veces!

Una mujer —una sirviente, niñera en casa de modestos empleados pasaba, a fin de orear y dar jugadero al niño, largas horas en aquel jardín de plazuela, bajo los árboles no muy hojosos, al pie de la ruin estatua del poeta dramático. Vigilaba, inquietamente, de buena fe, al chico, rubito celestial, aureolado de bucles; no le perdía de vista; le limpiaba con la mano las arenas incrustadas en las rodillas, por las caídas frecuentes, y le enjugaba el pasajero llanto con labios calientes, maternales. Los actores del teatro fronterizo, al salir del ensayo, se fijaron en el cupidín, y algunos le atusaron los rizos. Especialmente, un representante menos joven de lo que parecía, faz picaresca y rasurada de estudiante de la tuna, ojos gastados y curiosos, embebidos de sensualidad y desilusión, indicó a sus compañeros.

—El chiquillo es divino, pero la niñera no es maleja. ¿Cómo te llamas?

—Lorenza. Y el pequeño, Manolito; en casa le dicen Malito.

—¿Qué edad tienes?


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3 págs. / 6 minutos / 136 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Cometaria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo decían los astrónomos desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo...; es decir, nuestro planeta, la Tierra. O, para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza infecunda...

Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?


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2 págs. / 3 minutos / 310 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Como la Luz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Llevaba Berte en la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.

Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.


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4 págs. / 8 minutos / 78 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Compatibles

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El criado entró con una bandejilla, y en ella una tarjeta.

—¡Ah! ¿Este señor? Que pase.

Tres minutos después, el visitante se inclinaba ante Irene. Pero ella, irónica y afectuosa, le rió con los ojos:

—Nada de cumplidos. Creo que nos conocemos bastante, perdulario.

Era él un hombre aún joven, como de treinta y seis a treinta y ocho años, con ligeros toques de blanco en la obscura cabellera, peinada a la última moda, de un modo sobrio y recogido.

El cuerpo gallardo, la cara simpática, morena y expresiva, sin hacer del visitante un Adonis, le incluían entre los tipos que atraen a primera vista y explican cualquier desvarío amoroso.

Irene le indicó a su lado una silla.

—¡Qué guapa estás! ¡Más que nunca! —murmuró él.

Y envalentonado por la buena acogida, trató de apoderarse de una mano de la dama. Ella, sin esquivez, la retiró, diciendo:

—Hablemos formalmente, ¿eh?

—¿A qué llamas hablar formalmente?

—A que sepamos a qué atenernos desde el primer instante. Yo no contaba con tu visita, lo cual no quiere decir que no la reciba con mucho gusto. Pero conviene que sepas que no pienso volver a casarme.

Él sonrió con sorna, mortificado por el prematuro desahucio.

—¿Y de dónde sacas, niña, que yo vine a hablarte de casamiento?

—Está bien —repuso ella—. Entonces, si de eso no se trataba...


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4 págs. / 7 minutos / 99 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Confidencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca me había sido posible adivinar qué oculto dolor consumía a Ricardo de Solís, imprimiendo en sus facciones una huella tan visible de siniestra amargura.

Todos cuantos le veían experimentaban la misma curiosidad punzante, igual deseo de conocer el secreto —que había secreto saltaba a los ojos— de por qué aquel hombre parecía la tétrica imagen de la pena.

Los más sagaces ni presumían siquiera dónde podría hallarse la clave del misterio. Ricardo de Solís era soltero; su hacienda, mucha; limpia y noble su ascendencia; vigorosa su complexión; su presencia, gallarda. Alguien atribuyó su abatimiento a males físicos; su médico lo desmintió, asegurando que nada le dolía a Solís. Las damas cuchichearon no sé qué de amores imposibles y secretos lazos ilegales; púsose en acecho la malicia, fisgoneando como entremetida dueña, y sólo descubrió patentes indicios de una indiferencia suprema en cuestiones femeniles.

Se habló de pérdidas en Bolsa, de deudas, de usuras, de atolladeros sin salida; pero el agente que manejaba fondos de Solís, su abogado, sus proveedores, sus compañeros de Casino, desmintieron tales voces, declarando que no existían en Madrid cien fortunas tan saneadas ni tan bien regidas como la de don Ricardo. Por ninguna parte se veía el punto negro, y justamente el no verlo excitaba más la sed de saber y enterarse de lo que a nadie importa, sed que aflige y caracteriza a los desocupados e inútiles, o sea, a la mayoría social.


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5 págs. / 9 minutos / 51 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Consejero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La silla de posta se detuvo a la puerta del convento con ferranchineo de ejes, entre repiques apagados de cascabeles y retemblido de vidrios, que gradualmente cesó. Un lacayo echó pie a tierra, y arqueando el brazo y presentándolo ayudó a descender al nobilísimo señor don Diego de Alcalá Vélez de Guevara, sumiller de cortina del rey, de su Consejo, y comisario general apostólico de la Santa Cruzada, y cuarto marqués de la Cervilla. Sus flacas piernas vacilaron al dar el salto, y su cara amarillenta, pergaminosa, se contrajo penosamente al herirla un picante rayo solar. Sus ojos, negros y duros, parpadearon un momento; volviose hacia el interior del coche, y ordenó:

—Baja.

Un crujir de seda, un espejear de reflejos de tafetán tornasol, el avance de un pie breve, de un chapín aristocrático... La mujer brincó ligeramente, con graciosa agilidad de paloma que se posa, y, sumisa y callada, esperó nuevo mandato.

—Entra —dijo don Diego imperiosamente.

Ella comprendió. Donde había que entrar era en aquel zaguán enorme, enlosado de piedra, en cuyo fondo se veía el torno monástico, la enorme puerta, de gruesos cuarterones y, encima de la puerta, un relieve en piedra, enyesado: la Virgen de la Angustia, con su divino Hijo sobre el regazo, muerto. Al pie del relieve, en anchas letras negruzcas, podía leerse: «Morir para vivir.»

Asió don Diego el cordón de la campana y dio tres toques, pausados, solemnes. Aún no se había extinguido el eco de las campanadas, cuando volteó el torno y asomó por el hueco del aspa la faz pacífica de una monja.

—¡Ave María!

—Sin pecado... Hermana tornera, ábranos. Soy don Diego.

—¿El señor hermano de la madre abadesa? Aguarde useñoría... Ahora mismo abriré.


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4 págs. / 7 minutos / 89 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Consuelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Teodoro iba a casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza próxima a realizarse. La boda sería en mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno terrible: Teodoro entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria.

Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de nervios; derramó lagrimas que corrían por su mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, o empapaban el pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.

Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso y evitando referir las molestias y las privaciones de la cruel campana, por no angustiar a la niña ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de Teodoro —no hay hombre que no caiga en estas puerilidades si está muy lejos y ama de veras—, mandaba noticias de que la muchacha vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la epidermis.


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2 págs. / 5 minutos / 90 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Consuelos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y momentáneamente llevó sus hinchados y extraviados ojos hacia la puerta de entrada. Se oía ruido. Era que traían la caja comprada en Areal, y Selme, el cantero, que se había encargado de la adquisición, la depositaba en el suelo, refunfuñando:

—Veintitrés reales... Ni una condenada perra menos... Es de las superiores, bien pintada...

En efecto, el cajón donde iban a guardar para siempre al niño de María Vicenta lucía simétricas listas azules sobre fondo blanco, e interiormente un forro chillón de percalina rosa. No se hacía en Areal nada más elegante. Con extrañeza notó Selme que la costurera no admiraba el pequeño féretro. Acababa de fijar ahincadamente la vista en el jergón donde reposaba el cuerpecito, amortajado con el traje de los días de fiesta y la marmota de lana blanca y moños de colores. Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos. Selme se creyó en el caso de repetir y ampliar su relación.

—Vengo cansado como un raposo. De Areal aquí hay la carreriña de un can. No me paré a resollar ni tan siquiera un menuto, porque te corría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón el de la taberna: «Hombre, echa un vaso, que un vaso en un estante se echa». Pero ni eso, diaño. Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales. Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando como una autómata; fue al cajón de su máquina de coser y, de entre carretes revueltos y retales de indiana arrugados, sacó un envoltorio de papel que contenía calderilla.

—Ahí tienes —dijo, de un modo inexpresivo, al cantero.

Selme desdobló el papel y contó escrupulosamente la suma. Sobraban unas perras; las devolvió, echándolas en el regazo de la costurera, que había vuelto a sentarse.


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4 págs. / 7 minutos / 50 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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