El día era radiante. Sobre las márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol.
Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios
tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo
con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz
las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e
indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor.
Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampañada, de licores,
servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.
La jira se había arreglado en la tertulia de la registradora, entre
exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos que disfrutaban con
el juego de la lotería y otras igualmente inocentes inclinaciones del
corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto
de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión;
paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas de
Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin,
perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina
del arcipreste.
Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al
principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente:
desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño,
pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y
las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo
dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo
se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya
que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!
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