¿La historia de mi boda?
Oiganla ustedes; no deja de ser rara.
Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que
me vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café a las
altas horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro.
¡Con qué humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!
—Se lleva usted la suerte, señorito —afirmó con la insinuante y clara pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.
—¿Estás segura? —le pregunté, en broma, mientras deslizaba el décimo
en el bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me
servía de tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba
el remusguillo barbero de diciembre.
—¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por
no tener yo cuartos, señorito. El número... ya lo mirará usted cuando
salga... es el mil cuatrocientos veinte; los años que tengo, catorce, y
los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si
compraría yo todo el billete.
—Pues, hija —respondí echándomelas de generoso, con la tranquilidad
del jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una
aproximación, ni un mal reintegro—, no te apures: si el billete saca
premio..., la mitad del décimo, para ti. Jugamos a medias.
Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y con la fe más absoluta, agarrándome una manga, exclamó:
—¡Señorito! Por su padre y por su madre, déme su nombre y las señas de su casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.
Un tanto arrepentido ya, le dije como me llamo y donde vivía; y diez
minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle
de la Montera, ni recordaba el incidente.
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