Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida,
de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare
exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan
frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos
los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada
cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una
«coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).
La ocasión más frecuente de hacer esta observación de
superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince
invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota
que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense
forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven
precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número
catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas
de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones
respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta
índole?
En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana,
mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el
que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan
supersticioso a aquel infatigable cazador
y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en
los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo
del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:
—Una coincidencia —respondió, como era de presumir.
Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá
bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con
patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica
laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente,
entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su
«coincidencia» del número fatídico.
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