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El Conde Llora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se había levantado lleno de satisfacción. Desde el amanecer, un sol de primavera rasgaba la niebla, bebiendo sus argentados jirones y barriéndolos diligente, con presteza mágica. La tierra parecía desperezarse, después del letargo del invierno, y un poco de calor tibio acariciaba su superficie...

El conde vistió la blusa, no sin haber cumplido antes esos ritos de aseo necesario al hombre civilizado. Pasó por las luengas y enredadas greñas el peine y el cepillo; atusó lo propio la barba, y, ya atusada, la encrespó otra vez, distraídamente, con la mano: se lavó en agua fría, con jabón inodoro, y reluciente la tez con las abluciones, experimentando una sensación de salud y agilidad en el cuerpo robusto, de patriarca, salió al patio, donde ya esperaban los pobres convocados para recibir la limosna.

Un criado, advertido de la presencia del conde, se presentó solícito, para ayudarle. En realidad, era el criado quien se encargaba de todo lo fatigoso. Los primeros días el conde bajaba por su propia mano los sacos llenos de trigo, los canastos rebosantes de hogazas, las latas colmadas de té y de azúcar; pero como el servidor Efimio desempeñase esta tarea mucho más pronta y hábilmente que su señor, acabó el conde por dejársela encomendada. Lo que el conde traía era el donativo en metálico, la parte que correspondía a cada mes, de los tres mil rublos que anualmente se repartían en Yasnaya Poliana a los necesitados y a los mujicks, demasiado borrachos para que pudiesen labrar la tierra. Y aun este dinero se lo colocaba el administrador o capataz de la finca, por orden de la condesa, en los bolsillos de la blusa en paquetitos pulcros.


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Dominio público
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Clavo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leocadio Retamoso era lo que se llama un muchacho excelente: hasta unas miajas insignificante, pues no se metía con nadie, no discutía jamás en público, no se le conocían amoríos, no tenía vicios, no se enfrascaba en lecturas, no escribía ni soñaba en lanzarse a conferenciar. Así es que los juicios acerca de él fluctuaban entre cierta indiferencia benévola y cierta indulgencia sin calor. Pertenecía al número de los que no tienen enemigos y de quienes la gente se olvida a los dos minutos de verles.

En realidad, Leocadio era un enfermo del alma. Sus padres —una señora desequilibrada de los nervios y un señor agotado por la vida de juerga constante a que se entregan tantos hombres de acomodada posición entre los cuarenta y los sesenta— le habían transmitido ésa melancolía sorda, ese desasimiento de todo, que en otros tiempos conducían al claustro, donde encontraban alivio y hasta curación: porque el claustro, que nuestra ignorancia llama «soledad», no fue sino compañía, y compañía de personas muy cultivadoras de la amistad, muy amigas de la conversación y muy bienhumoradas generalmente —hablo de los conventos en su período de esplendor, de los conventos que formaban parte de un estado social en el cual eran bien vistos y familiares.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Belén

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De vuelta a su casa, ya anochecido, don Julio Revenga —sentado en el tranvía del barrio de Salamanca, metidas las manos en los bolsillos del abrigo gabán con cuello y maniquetas de pieles— rumiaba pensamientos ingratos. Su situación era comprometida y grave, doblemente grave para un hombre leal y franco por naturaleza, y obligado por las circunstancias a engañar y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora de extravío! La tranquilidad de su conciencia, la paz de su casa, la seriedad de su conducta, todo al agua por algunos instantes en que no supo precaverse de una tentación.

Mientras el cobrador iba cantando las estaciones del trayecto y el coche despoblándose, Revenga daba vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo había sido? ¿Cómo había podido suceder? Como suceden esas cosas: tontamente. Si no es la quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto con la hermana, aquella Anita Dolores —mujer ya espigada en los treinta años, y más desenvuelta que candorosa.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Balcón de la Princesa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ésta era una de las princesas más liliales y exquisitas que la imaginación puede concebir, no acertando la pluma ni el pincel a trasladar su imagen, de puro idealmente bonita que la había hecho Dios. Figuraos una carne virgen y nacarada, como formada de hojas de rosa té y reflejos de perla oriental; una cascada de cabello fluido, solar, esparcida por la espalda y juguetona en dorados copos ligeros hasta el borde de la túnica; unas formas gráciles y castas, largas y elegantes, nobles como la sangre azul que le corría por las venas y se transparentaba dulcemente al través de la piel de raso; unos ojos inocentes, santos, inmensos, en que copiaba su azul el infinito: una boca risueña, fragante; unos dientes cristalinos; unas manos largas, blancas como hostias; y aun sumando tantas perfecciones, os quedaréis muy lejos del conjunto que se admiraba en la princesa Querubina.


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4 págs. / 7 minutos / 103 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Alba del Viernes Santo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando creyendo hacer bien hacemos mal —dijo Celio—, el corazón sangra, y nos acordamos de la frase de una heroína de Tolstoi: «No son nuestros defectos, sino nuestras cualidades, las que nos pierden.» Cada Semana Santa experimento mayor inquietud en la conciencia, porque una vez quise atribuirme el papel de Dios. Si algún día sabéis que me he metido fraile, será que la memoria de aquella Semana Santa ha resucitado en forma aguda, de remordimiento. Así que me hayáis oído, diréis si soy o no soy tan culpable como creo ser.

Es el caso que —por huir de días en que Madrid está insoportable, sin distracciones ni comodidades, sin coches ni teatros y hasta sin grandes solemnidades religiosas— se me ocurrió ir a pasar la Semana Santa a un pueblo donde hubiese catedral, y donde lo inusitado y pintoresco de la impresión me refrescase el espíritu. Metí ropa en una maleta y el Miércoles Santo me dirigí a la estación; el pueblo elegido fue S***, una de las ciudades más arcaicas de España, en la cual se venera un devotísimo Cristo, famoso por sus milagros y su antigüedad y por la leyenda corriente de que está vestido de humana piel.

En el mismo departamento que yo viajaba una señora, con quien establecí, si no amistad, esa comunicación casi íntima que suele crearse a las pocas horas de ir dos seres sociables juntos, encerrados en un espacio estrecho. La corriente de simpatía se hizo más viva al confesarme la señora que se dirigía también a S*** para detenerse allí los días de Semana Santa.


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6 págs. / 10 minutos / 108 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Dura Lex

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cada cuatro años, hacia el fin del otoño, vienen a la ciudad y se anuncian dando mil vueltas por sus calles los rusos traficantes en pieles, que buscan manera de colocar su mercancía, y, para conseguirlo, ejercitan la ingeniosidad insinuante de los mercaderes de Oriente. Cargados con diez o doce pieles de las malas —las ricas no las enseñan sino cuando descubren un marchante serio—, aguardan a que desde un balcón se les haga una seña, y suben a vender a precios módicos el visón lustrado, el rizoso astracán y la nutria terciopelosa. Si se les ofrece una taza de café y una copa de anisado, no la desprecian, y si se les interroga, cuentan mil cosas de sus largos viajes, de los remotos y casi perdidos países donde existen esas alimañas cuya bella y abrigada vestidura constituye la base de su comercio. Son pródigos en pintorescos detalles, y describen con realismo, tuteando a todo el mundo, pues en su patria se habla de tú al padrecito zar.

Por ellos supe interesantes pormenores de la existencia de los pueblos que nos surten de pieles finas, de ese armiño exquisito que parece traído de la región de las hadas. Son los hombres quizá más antiguos de la tierra; apegadísimos a sus ritos y costumbres, miserables hasta lo increíble, alegres como niños y próximos a desaparecer como las especies animales que acosan.

—El armiño ha encarecido mucho en estos últimos tiempos —decía Igor, el más elocuente de los tres traficantes—, y es porque el animalito se acaba; pero tú deja pasar un siglo, y verás que una piel de esquimal es más rara que la del armiño, desde el mar de Baffin a las costas islandesas. ¡Es una gente! —repetía Igor en torno enfático—. ¡No se ha visto gente tan rara! Y siempre que estuve allí trabajando, a las órdenes del enviado de la Compañía que compra al por mayor toda piel, creí morir de asco de tanta suciedad. ¡Oh! ¡Los muy sucios!


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dos Cenas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Hoy es un día muy señalado y una noche en que no se debe cenar solo —dijo Rosálbez, el banquero, a su amigo el joven conde Planelles, a quien encontró «casualmente» en su misma calle, casi frente al suntuoso palacio. Usted es soltero, no tendrá quizá comprometida la cena... Si quiere hacernos el obsequio de aceptar..., a las ocho en punto... Yo apenas cenaré: me siento malucho del estómago; usted despachará mi parte...

—Mil gracias, y aceptado —respondió cordialmente el conde—. Pensaba cenar con unos cuantos en el Nuevo Club. Les aviso, y en paz... Aunque casi no era necesario avisarlos: al no verme allí...

—¡Perfectamente! Hasta luego —murmuró Rosálbez, saltando a su berlinita, que le aguardaba para llevarle, como todos los días, a una plazuela, y de allí, a pie, a cierta casa, hasta la cual no le convenía que llegase el coche.

Era el secreto de Polichinela, como dicen nuestros vecinos los franceses; nadie ignoraba en Madrid que Rosálbez protegía a aquella rasgada moza, Lucía la Cordobesa, de tanta gracia y garabato, y que el entretenimiento le salía carísimo: el que lo tiene lo gasta.

Ha de saberse que Rosálbez, el opulento, había llegado a los cincuenta y seis años, y empezaba a cambiar sensiblemente de genio y de gusto. En otro tiempo no necesitaba la nota afectuosa en sus relaciones con mujeres: sólo exigía que le divirtiesen un instante. Ahora, sin duda, el desgaste físico de la edad reblandecía sus entrañas, y lo que buscaba era agrado tranquilo, el halago suave de un mimo filial. Su hija verdadera, Fanny, le demostraba un respeto helado, una obediencia pasiva y mecánica, y Rosálbez aspiraba a encontrar en la Cordobesa espontaneidad, calor amoroso, algo distinto, algo que removiese ceniza y alzase suaves llamas. Con esta esperanza y este deseo, llamaba a su puerta el día de Navidad.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dios Castiga

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde la mañana en que el hijo fue encontrado con el corazón atravesado de un tiro, no hubo en aquella pobre casa día en que no se llorase. Sólo que el tributo de lágrimas era el padre quien lo pagaba: a la madre se la vio con los ojos secos, mirando con irritada fijeza, como si escudriñase los rostros y estudiase su expresión. Sin embargo, de sus labios no salía una pregunta, y hasta hablaba de cosas indiferentes... La vaquiña estaba preñada. El mainzo, este año, por falta de lluvias, iba a perderse. El patexo andaba demasiado caro. Iban a reunirse los de la parroquia para comprar algunas lanchas del animalejo...

Así, no faltaba en la aldea de Vilar quien opinase que la señora Amara «ya no se recordaba del mociño». ¡Buena lástima fue dél! Un rapaz que era un lobo para el trabajo, tan lanzal, tan amoroso, que todas las mozas se lo comían. Y por moza fue, de seguro, por lo que le hicieron la judiada. Sí, hom: ya sabemos que las mozas tienen la culpa de todo. Y Félise, el muerto, andaba tras de una de las más bonitas, Silvestriña, la del pelo color de mazorca de lino y ojos azul ceniza, como la flor del lino también. Y Silvestriña le hacía cara, ¿no había de hacérsela? ¡Estaba por ver la rapaza que le diese un desaire a Félise!


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Vieja Raza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora...!


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Curado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al salir el médico rural, bien arropado en su capote porque diluviaba; al afianzarle el estribo para que montase en su jaco, la mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tenían en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cuatro pesos gastados en cosas de la botica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, a ver si hacía un milagriño!

El enfermo, cada día a peor, a peor... Se abría a vómitos. No guardaba en el cuerpo migaja que le diesen; era una compasión haber cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo a la gallina negra, tan hermosa, ¡con una enjundia!, y haber comprado en Areal una libra entera de chocolate, ocho reales que embolsó el ladrón del Bonito, el del almacén... Ende sanando, bien empleado todo..., a vender la camisa!... pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los ojos!... ¡Y era el hijo mayor, el que trabajaba el lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escribir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los caminos, a pedir limosna!

Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la mujerona entró, cerró la cancilla, no sin arrojar una mirada de odio al médico que, indiferente, se alejaba al trotecillo animado de su yegua. Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de trigo anual; no costaban nada sus visitas..., pero, ¡cata!, ellos se hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad, si cuadra..., ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel, otra recitiña, que sabe Dios lo que importaría, además del viaje a Areal, rompiendo zapatos y mojándose hasta los huesos.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 97 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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