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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento textos disponibles


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Aire

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Tenemos otra loca; pero ésa, interesante —díjome el director del manicomio, después de la descorazonadora visita al departamento de mujeres—. Otra loca que forma el más perfecto contraste con las infelices que acabamos de ver, y que se agarran al gabán de los visitantes, con risa cínica... Y figúrese usted que esta loca está enamorada...; pero enamorada hasta el delirio. No habla más que de su novio, el cual, por señas, desde que la pobrecilla ha sido recluida aquí, no vino a verla ni una vez sola... Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor, estaría completamente cuerda. Verdad que lo mismo les pasa a muchos mortales. La pasión es quizá una forma transitoria de la alienación mental, desde que nos hemos civilizado...

—No —contesté—. En la Antigüedad precisamente es donde se encuentran los casos característicos de pasión: Fedra, Mirra, Hero y Leandro...

—¡Ah! Es que ya entonces estaba civilizada la especie. Yo me refiero a épocas primitivas.

—Sabe Dios —objeté— lo que pasaba en esas épocas, de las cuales no nos han quedado testimonios ni documentos. Lo indudable es que el sufrir tanto por cuestión de amor es uno de los tristes privilegios de la Humanidad, signo de nobleza y castigo a la vez... ¿Se puede ver a esa muchacha?


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3 págs. / 6 minutos / 445 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Accidente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

A Secreto Agravio...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar a los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus docks, no dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Ríopardo, que compite con los mejores del extranjero.»

Y competía. Los amplios vidrios, los escaparates de blanco mármol, las relucientes balanzas, los grifos de dorado latón, el artesonado techo, las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht, las brillantes latas de conservas formando pirámides, las piñas y plátanos maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la golosina. Así como en Madrid salen las señoras a revolver trapos, en la apacible capital de provincia salían a «ver qué tiene Ríopardo de nuevo». Ríopardo sustituía al teatro y a otros goces de la civilización; y los turrones y los quesos, y los higos de Esmirna eran el pecadillo dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo cual no faltaban censores malhumorados y flatulentos que acusasen a Ríopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal sencillez de las comidas en fausto babilónico…


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4 págs. / 8 minutos / 319 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Sara y Agar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Explíqueme usted —dije al señor de Bernárdez— una cosa que siempre me infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que según usted asegura ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano?… ¿No sabe usted?: una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos a la frente.

El septuagenario parpadeó, se detuvo y un matiz rosa cruzó por sus mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo atribuí a cansancio, y le ofrecí el brazo, animándole a continuar el paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio. Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien situado para dominar el paisaje, nos tentó, y a un mismo tiempo nos dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez, se hizo cargo de mi pregunta.

—Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos; ¡en poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua lo inventa!

Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios a la par Cristo y Cirineo y echarse a cuestas su historia. He aquí la de Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del verde monte en que se asienta Goyán:


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5 págs. / 8 minutos / 70 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¿Justicia?

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sin ser filósofo ni sabio, con sólo la viveza del natural discurso, Pablo Roldán había llegado a formarse en muchas cuestiones un criterio extraño e independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo sea, pero al menos distinto del de la generalidad de los mortales. En todo tiempo habían existido estas divergencias entre el modo de pensar colectivo y el de algunos individuos innovadores o retrógrados con exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como por rezagarnos.


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4 págs. / 7 minutos / 62 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Corazón Perdido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas —como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal—, el lugar que ocupa el corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.


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2 págs. / 4 minutos / 531 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Desquite

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la mala ventura de no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa; en cambio, había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas burlas y desprecios y recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisiete se escapaba de su casa y, aprovechando lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó llegar a ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, aplaudido, olvidaba su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de balsámicos laureles. La edad viril —¿pueden llamarse así a los treinta años de un escuerzo?— disipó estas quimeras de la juventud. Trifón Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que ven tan cercana la tierra de promisión, pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó a no pasar nunca de maestro de música a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.


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4 págs. / 7 minutos / 84 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bajo la Losa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos años, no al cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi padre:

—Mañana puedes ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en opinión de santa... Está enterrada en la capilla y tiene una lápida muy antigua, muy anterior a la época del fallecimiento de esta señora; una lápida que, si mal no recuerdo, lleva inscripción gótica. La señora es de mediados del siglo dieciocho.

—Veremos un puñado de polvo —observé.

—La tradición de familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se exhala una fragancia deliciosa.

—¿Y cómo se llamaba? —interrogué, empezando a sentir curiosidad.

—Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altamirano... Vivió siempre aquí, y no debió de ser casada, pues papeleando en el archivo he encontrado sus partidas de bautismo y defunción, pero no la de matrimonio.

—¿Se sabe algo de su vida?

—Poca cosa... Lo que de boca en boca se han transmitido los descendientes... A mí me lo dijo mi madre, yo te lo repito ahora... Parece que era una especie de extática tu tía... Y añaden que curaba las enfermedades con la imposición de manos. Lo que puedo asegurarte es que murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo curaba los cuerpos, sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que sentir, se la traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón poniendo la palma encima.

—Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escritos? —insistí con anhelo de evidencia en que apoyar los deliciosos abandonos de la fe.

—Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las más interesantes... Pero si mañana encontramos el cuerpo incorrupto, ¿cómo dudar de que tenemos a una santa en la familia?


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A lo Vivo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era un pueblecito rayano, Ribamoura, vivero de contrabandistas, donde esta profesión de riesgo y lucro hacía a la gente menos dormida de lo que suelen ser los pueblerinos. Abundaban los mozos de cabeza caliente, y se desdeñaba al que no era capaz de coger una escopeta y salir a la ganancia.

Las mujeres, vestidas y adornadas con lo que da de sí el contrabando, lucían pendientes de ostentosa filigrana, patenas fastuosas, pañuelos de seda de colorines; en las casas no faltaba ron jamaiqueño ni queso de Flandes, y los hombres poseían armas inglesas, bolsas de piel y tabaco Virginia y Macuba. Al través de Portugal, Inglaterra enviaba sus productos, y de España pasaban otros, cruzando el caudaloso río.

Algunos días del año se interrumpía el tráfico y la industria de Ribamoura. El pueblo entero se congregaba a celebrar las solemnidades consuetudinarias, que servían de pretexto para solaces y holgorio. Tal ocurría con el Carnaval, tal con la fiesta de la Patrona, tal con los días de la Semana Santa. A pesar de ser éstos de penitencia y mortificación, para los de Ribamoura tenían carácter de fiesta; en ellos se celebraba, en la iglesia principal, espacioso edificio de la época herreriana, la representación de la Pasión, con personajes de carne y hueso, y encargándose de los papeles gente del pueblo mismo.

Venido de Oporto, un actor portugués, con el instinto dramático de la raza, organizaba y dirigía la representación; pero sin tomar parte en ella. Esto se hubiese considerado en Ribamoura irreverente. «Trabajaban» por devoción y por respeto tradicional a los misterios redentores; pero nunca hubiesen admitido a nadie mercenario, ni tolerado que hiciese los papeles nadie de mala reputación. Gente honrada, aunque contrabandease; que eso no deshonra. Ni por pecado lo daban en el confesionario los frailes.


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Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sor Aparición

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:


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5 págs. / 10 minutos / 106 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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