Textos más largos de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento disponibles | pág. 37

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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento textos disponibles


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Sí, Señor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que voy a contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero también me corresponde declarar que lo he oído referir… Lo cual disminuye muchísimo el mérito de este relato y obliga a suponer que mi fantasía no es tan fértil y brillante como se ha solido suponer en momentos de benevolencia.

¿Eres tímido, oh tú, que me lees? Porque la timidez es uno de los martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra a banco duro. La timidez es un dogal a la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de plomo sobre los hombros, una cadena a las muñecas, unos grillos a los pies… Y el puro género de timidez no es el que procede de modestia, de recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada, del fanático ante su ídolo.

De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado. que no sé si nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense o Macías el galaico lo estuvieron con mayor vehemencia.

No envidiéis nunca a esta clase de locos. A los que mucho amaron se los podrá perdonar y compadecer; pero envidiarlos, sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide limosna; más que el sentenciado que, en su cárcel cuenta las horas que le quedan de vida horrible… Son desventurados porque tiene dislocada el alma, y les duele a cada movimiento…


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4 págs. / 7 minutos / 61 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Vieja Raza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora...!


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4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Navidad de Lobos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había cerrado la noche, glacial y tranquila. Las estrellas titilaban aún, palpitantes, como corazones asustados. No nevaba ya: una película de cristal se tendía sobre la nieve compacta que cubría la tierra. El cielo parecía más alto y distante, y la sombra siniestra de los abetos, más trágica.

En el fondo del bosque, los lobos, guiados por sus propios famélicos aullidos, iban reuniéndose. Salían de todas partes, semejantes a manchas obscuras, movedizas, que iluminaban dos encendidos carbones. Era el hambre la que los agrupaba, haciendo lúgubres sus gañidos quejumbrosos. Flacos, escuálidos, fosforescente la pupila, parecían preguntarse unos a los otros cómo harían para conquistar algo que comer. Era preciso que lo lograsen a toda costa, porque ya sentían el hálito febril de la rabia, que contraía su garganta y crispaba sus nervios hasta la locura.

Uno de los lobos, viejo ya, hasta canoso, desde el primer momento fue consultado por la multitud. Gravemente sentado sobre su cuarto trasero, el patriarca dio su dictamen.

—Lo primero es salir de este bosque y juntarnos, en el mayor número posible, para caer sobre alguna aldea o poblado en que haya hombres. Nos rechazarán, si pueden; pero si podemos más, les arrebataremos sus ganados, y quién sabe si algún niño o hasta algún mozo. Tendremos carne viva y sangre caliente y roja en que hundir el hocico.

—La población más próxima es Ostrow —advirtió un lobo de desmedida corpulencia—. Ya he cazado yo allí una criatura de un año. Sus padres se dejaron la puerta abierta…


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4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Idilio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde la aldeíta de Saint-Didier la Sauve, el soñador y dulce Armando se vino derecho a París. Había estudiado para cura antes de que estallara la revolución, interrumpiendo de golpe su carrera y dejándole sin saber a qué dedicarse. El hábito de la lectura y la timidez del carácter, sus manos blancas y la delicadeza de sus gustos, le alejaban del ejército y de la ardiente y furiosa lucha social de aquel período histórico, lo mismo que de los oficios manuales y mecánicos. De buena gana sería preceptor, ayo de unos adolescentes nobles y elegantemente vestidos de terciopelo y encajes... Pero ahora esos adolescentes, con ropa de luto, lloraban en el extranjero a sus familias degolladas, o ni a llorarlas se atrevían, porque no habían podido emigrar a un país donde no fuese peligroso derramar llanto...

Y el caso es que urgía decidirse a emprender un camino, porque los padres de Armando, aldeanos menesterosos, no estaban dispuestos a mantenerle a sus expensas, y el mozo, en su afinación, no acertaba ya a coger la azada ni a guiar el arado. Bocas inútiles no se comprenden entre los labriegos. El que come, que se lo gane. A París con su hatillo al hombro. Una vez allí, ya le acomodaría de escribiente, o de lo que saltase, el ebanista Mauricio Duplay, nacido en aquel rincón y grande amigo del alcalde de Saint-Didier. En la aldehuela se contaba que Mauricio Dupley, no contento con labrarse una fortuna por medio de su trabajo, actualmente era poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo y por qué mandaría? No le importaba eso a Armando. Se sentía indiferente a la política, que tanto agitaba entonces los espíritus.


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4 págs. / 7 minutos / 45 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Setas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La jardinera, al pasar arremolinando una nube de polvo, justificaba su nombre: hacía el efecto de enorme ramillete. Los trajes borrosos de los hombres desaparecían bajo los de percal rosa, azul y granate de las mujeres, y las pamelas de paja y las amplias sombrillas eran otros tantos cálices de gigantesca flor, abiertos sobre el verde gayo y frescachón del campo galaico.

Bajáronse los expedicionarios al pie del castañar, que les ofrecía para su merienda regalada sombra. Destaparon el cesto y, acomodándose sobre la hierba mullida, despacharon, entre alborozo, agudezas y carcajadas, el jamón fiambre y las rosquillas que regaron con champaña. Después corretearon por el bosque, jugando a esconderse. Eran siete, tres matrimonios y un muchacho soltero, gente distinguida de la corte, que veraneaban en el puertecillo de la costa cantábrica, y se sentía embriagada por el aire puro, los sanos alimentos y la, para ellos, desconocida belleza del país. Mientras el soltero Manolo Chaveta se ocultaba detrás del matorral, y las señoras, Clara, Lucía y Estrella, se dedicaban a buscarle entre el ramaje de los castaños nuevos, los tres maridos, Juan, Antonio y Perico, se entretenían en coger setas que Antonio declaraba comestibles.

—Las freiremos con tocino —exclamó—, y veréis qué bocado delicioso.

Al ponerse el sol tenían dos pañuelos henchidos de setas morenas, leves como el corcho, olientes a almendra amarga.


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4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Abanico

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Como deseaba escrutar el corazón de mi novia —díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas—, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta».

Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!...

Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla.


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4 págs. / 7 minutos / 295 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Oscuramente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La casuca, al borde del camino, separada de la cuneta por un jardín no mayor que un pañuelo, era simpática, enyesada, con ventanas pintadas de azul ultramar rabioso, y un saledizo de madera que decoraban pabellones de rubias espigas de maíz. En el jardín no dejaban cosa a vida gallinas y el gallo, escarbando ellas con humilde solicitud y él con arrogante desprecio; pero así y todo, los rosales «lunarios» se cubrían de finas rosas lánguidas, las hortensias erguían sus copos celestes, y un cerezo enorme, amaneradamente puesto por casualidad a la izquierda de la casa, daba fresca sombra. Aquella vista podía ser asunto de país de abanico, y mejor si la animaba la presencia de la chiquilla alegre y reidora, en quien la vida amanecía con lozanos brotes y florescencias primaverales.

Huérfana era Minga, pero no había notado la soledad ni el abandono, gracias a su hermano Martín, que le prodigó mimos de madraza y protección de padre. La niñez no siente nostalgias de lo pasado cuando es dulce lo presente. Minga no recordaba el regazo maternal. Era Martín —solían repetirlo los demás mozos de la aldea, y no siempre con piadosa intención —como una mujer, El sabía amañar el caldo y arrimar el pote a la lumbre; él lavaba, torcía y tendía la ropa; él vendía en la feria la manteca, la legumbre, los huevos; él vestía y desnudaba a Minga mientras fue muy pequeña, y la tomaba en brazos y la sonaba y desenredaba la vedija de seda blonda, luminosa y vaporosa como un nimbo de santidad... También la llevaba de la mano a la iglesia, porque Martín era algo sacristancillo. Ayudaba al señor cura, y su vaga aspiración, si no hubiese tenido que dedicarse a cuidar de su hermana, sería cantar misa, adornar mucho los altares, ponerle a su Virgen flores, colgarle arracadas de perlas.


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4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Consuelos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y momentáneamente llevó sus hinchados y extraviados ojos hacia la puerta de entrada. Se oía ruido. Era que traían la caja comprada en Areal, y Selme, el cantero, que se había encargado de la adquisición, la depositaba en el suelo, refunfuñando:

—Veintitrés reales... Ni una condenada perra menos... Es de las superiores, bien pintada...

En efecto, el cajón donde iban a guardar para siempre al niño de María Vicenta lucía simétricas listas azules sobre fondo blanco, e interiormente un forro chillón de percalina rosa. No se hacía en Areal nada más elegante. Con extrañeza notó Selme que la costurera no admiraba el pequeño féretro. Acababa de fijar ahincadamente la vista en el jergón donde reposaba el cuerpecito, amortajado con el traje de los días de fiesta y la marmota de lana blanca y moños de colores. Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos. Selme se creyó en el caso de repetir y ampliar su relación.

—Vengo cansado como un raposo. De Areal aquí hay la carreriña de un can. No me paré a resollar ni tan siquiera un menuto, porque te corría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón el de la taberna: «Hombre, echa un vaso, que un vaso en un estante se echa». Pero ni eso, diaño. Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales. Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando como una autómata; fue al cajón de su máquina de coser y, de entre carretes revueltos y retales de indiana arrugados, sacó un envoltorio de papel que contenía calderilla.

—Ahí tienes —dijo, de un modo inexpresivo, al cantero.

Selme desdobló el papel y contó escrupulosamente la suma. Sobraban unas perras; las devolvió, echándolas en el regazo de la costurera, que había vuelto a sentarse.


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4 págs. / 7 minutos / 50 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Religión de Gonzalo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Y qué tal tu marido? —preguntó Rosalía a su amiga de la niñez Beatriz Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada rodando por las desiertas calles del Retiro a las once de una espléndida y glacial mañana de diciembre.

—¿Mi marido? —contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su completa felicidad debía leerse en la cara—. ¿Mi marido? ¿No me ves? ¡Otro así!…

Por la de nadie cambiaría yo mi suerte…

Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró impaciente:

—Mira; yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta… Me refería a las ideas religiosas… ¿No te acuerdas?… ¡Gonzalo era… así… . de la cáscara amarga, vamos!

Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como se resolviese a completas revelaciones, de esas que hacemos más por oírnos a nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su compañera de encierro, y alzando el velito a la altura de la nariz par emitir libremente la voz, habló aprisa:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Mosca Verde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares —almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal—; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

—Buena es —decía el científico— la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

—Lo somos todo —exclamó el pensador—. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.


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4 págs. / 7 minutos / 55 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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