Una corrida en un pueblo, al estrenarse plaza, es un acontecimiento y
da que hablar para el año todo; y si se trata de una ciudad del Norte,
en la cual no existe ni ambiente ni verdadera afición, el alboroto es
mayor aún. Cada cual se cree en el caso de echárselas de entendido, y se
arman apuestas y polémicas sin fin.
Tal sucedía en Nublosa, donde desde hacía tiempo se venía procurando
atraer en verano gente forastera, y con igual objeto se celebraban
festejos, aumentando gradualmente las atracciones y soñando con terminar
la famosa plaza mudéjar, de ladrillo, admiración y envidia de las demás
ciudades de la región. Merced a la liberalidad de un indiano, don Tomás
Corretén, terminose la plaza en menos de dos años; y como el generoso
nublosense, que tanto amaba a la ciudad que le vio nacer, falleciese al
poco tiempo de haber asegurado la construcción de la plaza con unos
cuantos miles de duros, los diarios publicaron necrologías sentidísimas,
y se habló de erigirle un monumento.
Dejaba don Tomás una viuda joven y no mal parecida: en opinión
general, el mejor partido de Nublosa, pues el indiano la había
instituido heredera de su capital, en perjuicio de los sobrinos y demás
parentela.
—¡Lo que es la suerte de las personas! —repetían en tono enfático las
comadres, recordando que aquella Carmela Méndez, hija de un
empleadillo, en otros tiempos iba a la compra con una toquillita al
pescuezo y echando los dedos por las botas rotas—. ¡Y ahora, gran casa,
cercada de jardín, construida por el indiano en lo mejor de Nublosa;
coche reluciente de barniz, forrado de seda, con lacayos enlutados;
treinta mil duros de renta, una vida de abadesa; cocinera, capellán!…
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