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Corpus

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el sombrío y sucio barrio de la Judería vivían dos hermanos hebreos, habilísimo platero el uno, y el otro sabio rabino y gran intérprete de las Escrituras y de las doctrinas de Judas-Ben-Simón, que son la médula del Talmud.

De noche, cuando cesaba la tarea del oficial y las lecturas y oraciones del teólogo, se reunían a conservar íntimamente, se confiaban su odio a los cristianos y su perpetuo afán de inferirles algún ultraje, de herirles en lo que más aman y veneran.

Nehemías, el platero, proponía atraer a la tienda al primer niño cristiano que pasase y sangrarle para tener con qué amasar los panes ázimos de la venidera Pascua. Pero Hillel, el rabino, decía que ésa era mezquina satisfacción y que a los cristianos no había que sustraerles un chicuelo, sino a su Dios, a su Dios vivo, al mismo Rabí Jesuá, presente en el Sacramento.

Quiso la fatalidad que un día, cuando ya se acercaba el Corpus, se descompusiese la magnífica custodia de plata, el mejor ornato de las procesiones, y como en el pueblo sólo Nehemías era capaz de componerla, al tenducho del hebreo vino a parar la obra maravillosa de algún discípulo de Arfe.

La vista del soberbio templete, con sus tres cuerpos sostenidos en elegantes columnas y enriquecidos por estatuas primorosas, con su profusión de ricas molduras y de cincelados adornos, enfureció más y más a Nehemías y a Hillel. Rechinaron los dientes pensando que mientras el señor de Abraham y de Isaac ve arrasado su templo, el humilde crucificado del cerro del Gólgota posee en todo el mundo palacios de mármol y arcas de plata, oro y pedrería. Una idea infernal cruzó por la mente de Hillel el rabino; la sugirió a su hermano, y fue dócilmente realizada.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Hilos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mucho se comentó la repentina «zambullida» de un hombre tan joven, festejado, rico, e ilustre como Jorge Afán de Rivera. En la flor de sus años, Jorge, tipo de sociabilidad entre los vagos de Madrid, se retiró a una finca que poseía en lo más selvático y bronco de los montes de Extremadura, negándose a ver a nadie, a recibir a ningún amigo, a abrir cartas y telegramas y viviendo sin más compañía que la de algunos servidores, gañanes y pastores, que atendían al cuidado de la casa y del ganado, pero a quienes sólo por indispensable necesidad admitía el amo a su presencia.

Repito que se hicieron mil comentarios sobre el acceso de misantropía de Jorge. Quién lo atribuyó a desengaños amorosos; quién, a pérdidas al juego; quién, al descubrimiento de trágicas historias de familia... Los íntimos de Jorge —que éramos Paco Beltrán y yo— nos reíamos al oír tales hipótesis. Ni Jorge había sufrido desengaño alguno, ni sabíamos que amase de veras a ninguna mujer: sus aventuras eran cosa pasajera, sin consecuencias. Todavía menos jugador que enamorado: no tocaba una carta y le aburría la Bolsa. En cuanto a historias de familia, mi padre, que había sido constante amigo del suyo, aseguraba que no era posible en tan honrado hogar ningún misterio bochornoso. Por suponer algo, supusimos que Jorge padecía uno de esos males del alma que no tienen nombre conocido, y así pueden impulsar al suicidio como al claustro o al manicomio. Jorge quería ser ermitaño laico... Ya se cansaría de vivir entre fieras y volvería al mundo, a divertirse por todo lo alto, como en sus buenos tiempos...

Y con esa esperanza íbamos olvidando suavemente al amigo, cuando recibimos un urgente telegrama, una nueva terrible. Cazando por los breñales se le había disparado la escopeta a Jorge Afán, había recibido el plomo en el vientre y se hallaba expirante.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Desde Afuera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la pregunta de Lucio Sagris si habíamos sentido alguna vez el estremecimiento de lo sobrenatural, aquel soplo que en la alta noche hacía erizarse los cabellos de Job, casi todos nosotros respondimos (a fuer de burgueses prosaicos que somos) un «no» risueño. Dos o tres, sin embargo, exclamaron sin titubear que «sí»; y a los restantes, los puso la afirmación meditabundos.

—La impresión de lo sobrenatural —dijo Sagris, enderezándose en la mecedora—, a lo menos para mí, reviste formas variadísimas. No es sólo a la cabecera del moribundo, ni al reflejo de los cirios que alumbrarán al muerto, ni en la gruta de Lourdes, ni en alta mar, cuando lo inefable nos roza con sus alas. A veces basta el choque de una mirada, la luz de unos ojos, el movimiento de unos labios al articular palabras solemnes...

Interrumpieron a Sagris las chungas del auditorio, que creyó ver en aquellas frases una alusión al amor y a su peculiar afecto magnético. Al cesar el fuego graneado, Sagris hizo un mohín desdeñoso y un ademán que significaba «atiendan».

—Manía muy común —pronunció así que callamos— la de explicarlo todo por la recíproca atracción sexual. Hay en el mundo otras fuerzas y otras corrientes. Lo más notable de las revelaciones hipnóticas es que han demostrado hasta la evidencia que una persona enteramente desconocida y extraña puede, sin preliminar alguno, modificar profundamente nuestra sensibilidad nerviosa...

—Si es una mujer bonita, vaya si puede —advirtió Tresmes el incorregible.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Omnia Vincit

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Esteban llevaba, no con buen ánimo, sino con regocijo, el peso de sus votos. Era de los que ingresan en el seminario por pura vocación y de éstos no hay muchos, pues si hogaño el clero en general tiene quizá mejores costumbres que antaño, no cabe duda que el gran impulso religioso va extinguiéndose y escaseando las vocaciones decididas y entusiastas.

La de Esteban debe contarse entre las más resueltas. Así que se vio investido del privilegio de sostener entre sus manos el cuerpo de Cristo, que por la fuerza de las palabras de la Consagración descendía desde las alturas del cielo, Esteban quiso ser digno de tal honor, y entregándose a la mortificación y a la piedad, gozó la fruición del sacrificio, el deleite de renunciar a todo con abnegación suprema y pisotear bienes, mundanas alegrías, efímeras felicidades, mentiras de la carne y de la imaginación, por una verdad, pero tan grande, que sólo puede llenar nuestro vacío.

Al ordenarse no había pensado Esteban ni un momento en pingües curatos, en prebendas descansadas, en capellanías aparatosas. La mitra no brillaba en sus sueños, ni vio refulgir sobre su dedo, cual mística violeta, la amatista pastoral.

Lo que ansiaba era, por el contrario, una función útil y oscura. Sus propósitos consistían en fundar, con sus bienes y con lo que juntase implorando aquí y allí (en la humillación estaría el mérito precisamente) alguna institución de beneficencia: un hospital, un asilo, un sanatorio, un refugio para el dolor. Esteban que era valiente y, sin querer, cifraba su orgullo en cultivar esta virtud varonil, tenía determinado que los infelices recogidos en su instituto fuesen enfermos de mal horrible, repugnante y contagioso, como lepra y cáncer. Y al consultarse y medir sus fuerzas, sólo recelaba que le hiciesen traición cuando más las necesitase; que al llamar por el heroísmo, el heroísmo desapareciese como manantial sorbido por la arena.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Penitencia de Dora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque Alejandría fuese entonces una ciudad de corrupción y molicie, pagana aún, y pagana con terca furia, contenía matrimonios cristianos unidos por el amor más acendrado y tierno. Dora era del número de esposas fieles que, cerrando su cancilla al anochecer, pasaba la velada con su marido hasta que un mozo perverso, menino del emperador, todo perfumado de esencias, de rizada barba, después de rondarla mucho tiempo y enviarle mensajes y presentes por medio de cierta vieja hechicera zurcidora de voluntades, logró sorprenderla en una de esas horas en que la virtud desfallece, y ayudado de mal espíritu, triunfó de la constancia de Dora.

Vino el arrepentimiento pisando los talones al delito, y Dora, avergonzada, resolvió dejar su casa, su hogar, su compañero, y condenarse a soledad perpetua y a perpetuo llanto. Cortó sus largos y finos cabellos; rapó sus delicadas cejas; vistióse de hombre y fue a llamar a las puertas de un monasterio que distaba como seis leguas de Alejandría, suplicando al abad que la admitiese en el noviciado. Por probar su vocación, el abad ordenó al postulante pasar la noche en el atrio del monasterio.

Era el lugar solitario y hórrido: el aire traía a los oídos de Dora el rugir de las fieras, que bajaban a beber al río, y a su nariz la ráfaga de almizcle que despedían los caimanes emboscados entre cañas y juncos. Con los brazos en cruz, se dispuso a morir; pero amaneció: una faja de anaranjada claridad anunció la salida de un sol de fuego, y las puertas del monasterio se abrieron, resonando el esquilón que convocaba a la primera misa.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Cerezas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cierto día de fiesta del mes de junio, a los postres de una comida de aldea, de las que se prolongan y degeneran en sobremesas interminables, tuve ocasión de hacer una de esas observaciones, detrás de las cuales suele vislumbrarse oculta una novela íntima o latir el asunto de un drama. Hallábase sentado frente a mí el párroco de Gondar, y como le daba de lleno en el rostro la luz de la ventana, luz que se abría paso entre las ramas de los rosales, ya sin flor, pude notar que se inmutaba y se le cubrían de amarillez las siempre coloradas mejillas al servirle el criado un frutero de cristal donde se apiñaban, negreando de tan maduras, las últimas cerezas.

Lo demudado de la cara, el movimiento nervioso de la mano crispada al rechazar el frutero, eran inequívocos, y no podían proceder únicamente de repugnancia de su paladar a la sabrosa fruta; delataban algo más: una especie de horror, que sólo originan muy hondas causas morales. Apunté la observación y resolví salir cuanto antes de la curiosidad. Una hora después charlaba confidencialmente con el párroco, recorriendo la larga calle de castaños que rodea como un cinturón de sueltos cabos flotantes el soto.

Antes de resumir el relato del cura, debo decir que nuestro clero rural tiene en él un representante muy típico. Sencillo, encogido y hasta rudo en sus maneras; nada gazmoño, según se demostrará en esta historia; más hombre que eclesiástico y más aldeano que burgués; más positivo que idealista, y asaz incorrecto en esas exterioridades que el clero de otras naciones tanto cultiva y estudia, el párroco de Gondar —como muchos curas de aldeas en España— conserva en su corazón, sin hacer de ello pizca de alarde, un convencimiento del deber que en momentos críticos y en casos extremos puede convertirle en mártir y en héroe. Del pueblo en su origen, tienen las condiciones y también las virtudes del pueblo.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Antepasado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Durante la temporada de los baños de mar —dijo Carmona, nuestro proveedor de historias espeluznantes— hice migas con un muchacho que ostenta un apellido precioso, mitad español y mitad italiano, evocador de nuestras glorias pasadas: Ramírez de Oviedo Esforcia. Familiarmente, los que le conocíamos en la linda playa de V*** le llamábamos Fadriquito, y abreviando Fadrí. Existía curioso contraste entre los sonoros y heroicos apellidos de Fadrí y su persona. Era una criatura endeble, anémica, clorótica, de afeminado semblante, de ojos claros y transparentes como el agua de dulce carácter y exquisita finura; y los facultativos, al enviarle a V***, le habían encargado que viviese en la playa; que se saturase de aire salobre, que se impregnase de sales marinas; en broma, decíamos que para remedio de su sosería, y en realidad, para prestar algún vigor a su empobrecida complexión y a su organismo débil y exangüe. «¡Qué quieren ustedes...! —repetía Fadrí—. Soy huérfano, no tengo quien me cuide... y he de cuidarme solo.»


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Comedia Piadosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I. Casuística

Ni los años ni los corrimientos habían ofendido demasiadamente la hermosura de doña Petra Regalado Sanz, a quien conocía por Regaladita la buena sociedad de Marineda. De un cabello negro como la pez, aún quedaban abundantes residuos entrecanos, peinados con el arte en sortijillas; de un buen talle y de unas lozanas carnes trigueñas, una persona ya ajamonada y repolluda, pero muy tratable, como dicen los clásicos; de unos ojuelos vivos y flechadores, «algo» que aún podía llamarse fuego y lumbre; de unas manitas cucas, otras amorcilladas, pero hoyosas y tersas como rasolíes. Con tales gracias y prendas, no cabe duda que Regaladita estaba todavía capaz de dar un buen rato al diablo y muchisímas desazones al ángel custodio: por fortuna (apresurémonos a declararlo, no le ocurra al lector a sospechar de la honestidad de nuestra heroína), Regaladita no pensaba en tal cosa, sino muy al contrario, como veremos, y con altísimos y cristianos pensares.

Era viuda, de marido que, por vivir poco, no molestó en extremo, aunque sí lo bastante para que Regaladita le cobrase cierto asquillo a la santa coyunda y se propusiese no reincidir. Disfrutaba una rentita modesta en papel del Estado, suficiente para el desahogo de una señora «pelada», como ella decía. Cortaba el cupón apaciblemente, y ni la apuraban malas cosechas, ni emigraciones, ni desalquilos, ni impuestos, ni litigios, ni otros inconvenientes que traen a mal traer a los propietarios de fincas rústicas y urbanas. En cambio, las alteraciones del orden público y de la paz europea solían causarle jaqueca y flato. Cuando sus amigas veían a Regaladita con ruedas de patata en las sienes, ya se sabe: echaban la culpa a Ruiz Zorrilla o al emperador de Alemania.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Operación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Los primeros años de mi juventud —dijo el opulento capitalista que nos había ofrecido una comida indudablemente superior a las famosas de Lúculo, las cuales tenían al margen el vomitorium y la indigestión a la vuelta— los pasé en la mayor miseria, en la estrechez más angustiosa. Aquí donde ustedes me ven —y con una ojeada circular parecía indicarnos toda la riqueza que le rodeaba—, yo he saltado de martes a jueves sin tropezar en un garbanzo siquiera; yo he bostezado de hambre frente a los surtidos escaparates de las pastelerías y los bodegones; yo me he enjabonado y lavado mi camisa (única que poseía), en el rigor del invierno, en una buhardilla desmantelada que no podía pagar, y de la cual me despidieron al fin, poniéndome de patitas en la calle, en mitad de una noche de diciembre. ¡Qué tiempos, señores! Aquélla fue la pobreza negra, la edad heroica de la pobreza.

—¿Y eso duró mucho?

—Dos o tres años..., los primeros que pasé en el mundo, huérfano y desamparado de todos. Después principié a aletear... Pero ¡qué triste y aburrido aleteo! Me contaba más dichoso antes, al soplarme los dedos y hacerme una cruz sobre el estómago. Mi aleteo consistía en un puesto inferior en una gran casa de comercio, ocupación que me sublevaba y repugnaba profundamente, pues mientras hacía números o despachaba la árida correspondencia de negocios mi fantasía volaba por los espacios y mi corazón latía henchido de savia juvenil...

—¡Qué bien se explica! —dijo, quedito, la señora de Huete a su amiga la baronesa de Torre del Trueno.

—No sé qué tiene el pícaro dinero, que es capaz de volver elocuente a un guardacantón —suspiró la baronesa clavando sus angelicales ojos azules en el ricacho. Éste, sin advertirlo, prosiguió:


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Cuento Inmoral

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—La oportunidad y la resolución —decíame aquel terrible doctor en filosofía práctica— han sido siempre cualidades distintas de los hombres cuyos hechos resaltan sobre el tejido de la Historia. Quien pierde un instante, todo lo pierde. Sé cierto maravilloso sucedido, y lo referiré para comprobar de lleno esta verdad, tan grande como olvidada.

Un mozo de ilustre progenie y refinadísima educación, pero enteramente arruinado por las locuras de sus padres, ocultaba su miseria entre el bullicio de la populosa ciudad. Careciendo de ropa decente, salía al oscurecer y se deslizaba avergonzado, pegado a las casas, procurando que no le reconociesen los que en otro tiempo eran amigos de su familia. Veía pasar trenes suntuosos, caballos de raza regidos por hábiles jinetes, gente regocijada y vestida de gala; oía salir de los cafés, de las fondas y de los círculos torrentes de luz, choques de cristal y carcajadas locas; deteníale la ola de la multitud al entrar en los teatros; y a veces le sorprendía el soplo glacial de la madrugada atisbando a la puerta de palacios donde se celebraban saraos espléndidos, y le encendía el corazón la silueta de las mujeres que, descubierto el dorado moño y subido hasta la barba el cuello del abrigo forrado de cisne, apoyaban ligeramente su diminuto pie calzado de raso en el estribo del coche. ¡Qué sufrimiento tener que desviarse del farol para ocultar el sombrero grasiento y la raída capa, las botas torcidas y la camisa negruzca!


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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