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El Indulto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.


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Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 1.212 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Accidente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...


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4 págs. / 7 minutos / 179 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cinco Sentidos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El nieto y heredero de aquel poderoso multimillonario John Dorcksetter salió diferentísimo de su abuelo y hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos, vultuosos bíceps y su manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena incesante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la colosal fortuna que amontonaba. Ningún goce, ningún lujo se permitió. Tostadas de pan moreno con salada manteca, cerveza amarga y fuerte, le mantenían. Sus muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba las provisiones. El oro envolvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.

Marck, el hijo, sin desatender completamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se arruinó, porque eso no entraba en sus principios; se limitó a derrochar, como derrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún), caballos, palacios, quintas, festines, viajes con séquito, adquisición de obras de arte más o menos auténticas, fundaciones benéficas e instructivas más o menos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida, donde se perfumaban gratuitamente los moradores de Kentápolis, ciudad dominada por la opulencia de la dinastía Dorcksetter.


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3 págs. / 6 minutos / 139 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Confianza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que más encargaba Berándiz el joyero a sus dependientes era que no se fiasen de las señoras guapas y muy bien vestidas, que además vienen en coche y hablan con desdén olímpico de las sumas que puede costar una alhaja.

—El que regatea es que piensa pagar... Cuando no conozcan ustedes a la gente, mucho cuidado... Las apariencias engañan.

Pero estas sabias advertencias (como todas las que se dirigen a subalternos) eran machacar en hierro frío. Especialmente perdía el tiempo el señor Berándiz (hombre de suma experiencia y que, bajo la capa de una afabilidad grave con las clientes, ocultaba la astucia del judío más cebado en la ganancia) al dirigirlas a Avelino Cordero, el guapín a quien, atraídas por su sonrisa halagadora, se dirigían por instinto las damas.

El caso es que el sistema de Cordero —Berándiz lo reconocía en sus adentros— no carecía de habilidad comercial. Aquel demontre de chico, con su labia melosa y su derretimiento extático ante todas las mujeres que pisaban la joyería, las embaucaba, especialmente si pertenecían a la clase equívoca, que se adorna con brillantes y perlas, más que las madres de familia honradas. Avelino sabía matizar su adoración: con las grandes señoras era religiosa, apasionada con las semimundanas, y, en cambio, se mostraba familiar y casi insolente con las que no ocultaban su profesión y sus hábitos. No había manera de rebajarle nada del precio a aquel chico tan insinuante, que tenía cara fina, de grabado inglés; pelo rubio bien atusado, talle elegante, manos largas y pulidas, que con tal amorosa delicadeza abrochaban los brazaletes y enganchaban los pendientes, acariciando, como el ala de una mariposa, el lóbulo de la oreja femenil, encendido de placer.


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3 págs. / 6 minutos / 168 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Las Medias Rojas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando la razapa entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillo dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para sopla y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...

—¡Ey! ¡Ildara!

—¡Señor padre!

—¿Qué novidá es esa?

—¿Cuál novidá?

—¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.

—Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.


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2 págs. / 4 minutos / 561 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Parecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la entablamos en aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas a un tiempo atractivos e insolubles; y siempre —aunque no escaseaban las disertaciones— quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:

—La belleza no es nada.

Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y fue así:

—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes una oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno… Todo eso estaba en nuestra retina… , y en ninguna parte más.

—¡Vaya una gracia! —exclamamos—. Si empieza usted por dejarnos ciegos…

—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?

—¡Ah pícaro! —protestó el escultor—. ¡Se refugia usted ahí… , porque es donde menor refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que, privado de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el torso de una estatua griega…


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4 págs. / 8 minutos / 44 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pañuelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.

Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.


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2 págs. / 4 minutos / 147 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Drago

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Algunas o, por mejor decir, bastantes personas lo habían observado. Ni una noche faltaba de su silla del circo la admiradora del domador.

¿Admiradora? ¿Hasta qué punto llega la admiración y dónde se detiene, en un alma femenil, sin osar traspasar la valla de otro sentimiento? Que no se lo dijesen al vizconde de Tresmes, tan perito en materias sentimentales: toda admiración apasionada de mujer a hombre o de hombre a mujer para en amor, si es que no empieza siendolo.

La admiradora era una señorita que no figuraba en lo que suele llamarse buena sociedad de Madrid. De los concurrentes al palco de las Sociedades, sólo la conocía Perico Gonzalvo, el menos distanciado de la clase media y el más amigo de coleccionar relaciones. Y, según noticias de Gonzalvo, la señorita se llamaba Rosa Corvera, era huérfana y vivía con la hermana de su padre, viuda de un hombre muy rico, que le había legado su fortuna. Considerando a Rosa, más que como a sobrina, como a hija; resuelta a dejarla por heredera, le consentía, además, libertad suma; y no pudiendo la tía salir de casa —clavada en un sillón por el reúma— la muchacha iba a todas partes bajo la cómoda égida de una de esas que se conocen por carabinas, aunque oficialmente se las nombra damas de compañía, institutrices y misses. Rosa era una independiente; pero no podía Perico Gonzalvo (que no adolecía de bien pensado) añadir otra cosa. La independencia no llegaba a licencia.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Templo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sucedía lo que voy a referir en los tiempos modernísimos de la China, séptimo siglo de nuestra Era, reinando la emperatriz Vu. No incluyen los historiógrafos sinenses a esta dama en la lista de los soberanos, alegando que Vu era una usurpadora, ni más ni menos que la actual emperatriz, que tanto preocupa a la Europa culta.

Hija de un príncipe de Mingrelia, Vu fue llevada al gineceo de Tai-Sung con otras veinte doncellas nobles, encargadas de hacer el té y plegar, guardándolos en cajas de sándalo oriental, los ropajes de seda del emperador. La reconocieron los eunucos; se cercioraron de que tenía el aliento sano, la dentadura pareja y completa, el cuerpo puro y gentil, y sabía trazar con el pincel los caracteres complicados del alfabeto, rasguear la guitarra y recitar de memoria las enseñanzas de la literatura Panhoei-pan, que ordenan a la mujer ser en su casa nada más que un eco y una sombra. Seguros ya de que Vu merecía el honor de divertir al glorioso soberano, la vistieron de bordadas telas, la perfumaron con algalia, salpicaron de flores de cerezo su negra cabellera, peinada en complicadas y relucientes cocas, y la presentaron a Tai-Sung. Éste apenas la miró; altos designios, planes heroicos, sabias máximas ocupaban su mente. Estaba disponiendo las instrucciones que había de dar al príncipe heredero Kao-Sung, entre las cuales figuraba este consejo: «Reina sobre ti mismo y sujeta tus pasiones.»

Y el príncipe heredero —asomado al balconcillo de un pabellón de bambú que adornaban placas de esmalte y cuyo techo escamoso guarnecían campanillitas de plata— vio pasar a la nueva esclava de su padre y la codició en su corazón de un modo insensato.


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4 págs. / 7 minutos / 56 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Santos Bueno

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hacía tiempo —muchos meses— que no le veía yo por ninguna parte: ni en la calle, ni en el Casino de la Amistad, ni en la Pecera, ni siquiera en la barriada nueva que se está construyendo. Porque Santos Bueno es de los que tienen afición a ver edificar y gustan de plantarse delante de los andamios con las manos a la espalda, diciendo sentenciosamente: «Estas sí que son vigas de recibo; no pandarán».

Extrañando tan largo eclipse, temiendo que Santos Bueno estuviese enfermo de cuidado, resolví buscarle en su casa, donde le encontré entregado a sus habituales tareas, apacible y afable como de costumbre.

—¿Qué es esto? ¿Se ha metido usted cartujo? ¿Es voto de clausura?

—No, señor...; ¡no, señor! —respondió sonriendo Santos—. Si yo salgo y me paseo. No parece sino que vivo encerrado.

—¿Que sale usted? Pues no le veo nunca.

—Porque salgo un poco tarde..., a las horas en que no hay gente.

—Esconderse se llama esa figura.

Volvió Santos a sonreír con aquella su indescriptible expresión enigmática, y dijo tranquilamente:

—Pues ha acertado usted. Hay ocasiones en que... se encuentra uno muy a gusto escondido.

Adiviné que bajo la teoría de las ventajas del escondite se ocultaba alguna crisis dolorosa de la vida de Santos Bueno.

Yo creía conocerle, y además sabía su historia y sus aspiraciones, como se saben en un pueblo pequeño las de cada hijo de vecino. Santos Bueno era un burgués modesto, sin grandes aspiraciones; ni pobre ni rico, poseía un capitalito, producto de la afortunada venta de unos bienes patrimoniales, lindantes con el prado de un indianete, que por tal circunstancia los había pagado a peso de oro.


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2 págs. / 4 minutos / 63 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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