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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento fecha: 10-05-2021


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La Venganza de las Flores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I

Era encantadora aquella criatura, cuyo cuerpo delicado y blanco parecía hecho de pétalos de rosa.

Su cabecita pequeña y dulce estaba adornada por espléndida cabellera rubia, que juntamente con aquellos ojos azules y melancólicos, con aquella sonriente boca que se dibujaba bajo la correcta naricilla y con aquel cuerpo alabastrino e impecable que se erguía entre un mar de gasas y terciopelos, sedas y encajes, causaba en el ánimo una impresión tierna, sencilla, algo así como la contemplación de una blanca azucena sobre el campo obscuro, algo como la impresión visual de esas irisadas espumas que a veces cabalgan sobre las crestas de las olas, amenazando deshacerse y pulverizarse a cada instante.

II

La niña marchaba sonriente por el campo una hermosa tarde de primavera en que el sol, ya en su ocaso, teñía de rosa las lejanas nieves de la sierra y pintaba el horizonte con arreboles de fuego y sangre.

La joven, al pasear, cortaba incesantemente margaritas y violetas, primaveras y alelíes salvajes, azules campanillas y blancas correhuelas, que iban formando un inmenso brazado de penetrante olor. Y entonando una alegre canción, daba voz a la soledad augusta de los campos, que con su silencio preparábanse para el sueño general de la Naturaleza.

III

Cansada ya la niña de la excursión hecha a través de las praderas, se retiró a su gabinete para descansar de tan fatigoso día.

Colocó las flores al lado de su almohada, desciñó de su cuerpo la flotante bata, deshizo sus rubias trenzas y reclinó su gracioso cuerpo sobre el blanco lecho, que la recibió amorosamente.

Entretanto las margaritas bajaban sus blancas corolas llenas de vergüenza, las violetas escondían sus moribundos pétalos tras los lívidos de las campanillas, que llenas de amargura se apretaban contra las correhuelas pálidas de envidia, pues todas ellas eran menos hermosas que la joven durmiendo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Testigo Irrecusable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La encontré —dijo Gil Antúnez— en una situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo, ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.

Empecé a interesarme, y un día, cuando ya quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles, de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad, su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena del brazo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Maleficio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Duro Falso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo —¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!—. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro…

¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

—¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano… ¡Pum!


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Matrimonio del Siglo XIX

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No faltará algún lector que al apercibir el título de esta pequeña historia crea que voy a presentarle uno de esos matrimonios tan comunes en este siglo, en los cuales el dinero entra por todo y son un negocio como otro cualquiera. No. Voy a referirle un episodio sencillo de la vida práctica, que he visto mil veces, y el lector habrá contemplado otras mil desarrollarse ante sus ojos.

Mis héroes son dos jóvenes encantadores y dotados de los defectos y cualidades que caracterizan a este siglo; ella, un tanto descuidada e ignorante de esos detalles domésticos que forman la sabiduría de una mujer, y además curiosa y burlona; pero, en cambio, tocando admirablemente el piano y colocando con una gracia deliciosa los adornos de sus cabellos y las alhajas, que debemos confesar que las amaba con pasión, y sobre todo, si estaban formadas con esos pequeños ríos de luz que se llaman brillantes; él, un poco jugador y aficionado a hablar de política en los cafés y circos, pero lleno de distinción y elegancia, gran jinete y espadachín: tales eran Luisa y Carlos, que justo es pronunciar ya su nombre.

Efectuose su matrimonio sin esos incidentes un poco novelescos que acompañan los amores contrariados. Carlos vio a Luisa en el teatro; su elegancia, su sonrisa, aquella mano pequeñita y delicada que tan bien manejaba su microscópico abanico, todo esto, unido a un dote: no despreciable y a la conversación festiva y amena de la graciosa niña, impresionó el corazón de Carlos, y como hoy se vive un poco de prisa, el joven resolvió, para acabar pronto, pedirla a su tutor. Concediósela éste después de tomar los correspondientes informes, que llenaron al buen señor de satisfacción. Carlos era una verdadera perla: casi no tenía deudas, ni vicios muy marcados, y le bastaban doce mil reales para su sastre.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Mal de Ojo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatas, donde corría el equipo de la sociedad, y las señoras invitadas —lo mejor de la población— regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros —al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera— se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mimados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapalateo esparcía soplos salobres.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Volunto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sin darse cuenta de ello, naturalmente, Napoleón cometió una vez en su vida señalada imprudencia. La cosa ocurrió en España, donde bien pudiera decirse que no cometió esa sola el conquistador del mundo, siendo la primera y trascendental haberse metido en ratonera semejante.

Sin embargo, la imprudencia a que me refiero fue doblemente grave, amén de inexplicable, y sólo la excusa, o la excusaría ante la Historia, si la Historia la conociese, esa mágica y prestigiosa seguridad que tienen los grandes hombres de que el azar está en favor suyo, aun cuando en España bien pudo entender el héroe de Austerlitz que la suerte empezaba a cansarse de prodigarle caricias locas.


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La Turquesa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel agregado a la Embajada rusa en París era un tipo de raza. Su rostro tenía una figura que recordaba, no la del corazón tal cual es, sino como suelen pintarlo: exageradamente ancho en la frente y los salientes pómulos, acababa en punta, con una barba color de venturina, ensortijada en rizos menudísimos, donde la luz encendía toques de oro rojo. Sus pupilas verdosas, por lo general dormidas en una especie de ensueño amodorrado, de súbito fulguraban. Sus manos largas y de afilados dedos daban tormento al cigarrillo, que no se le caía de la boca, turco, de larga boquilla y saturado de opio.

Con un eslavo tan típico, genuino —por consiguiente, civilizado sólo por fuera, en la superficie—, se puede hablar de religión. Las almas de estos bárbaros están todavía impregnadas de esencia de nardo espique; el pomo de Magdalena las perfuma. El misticismo es allí producto natural de la tierra; no escuela literaria, como en Francia, ni pasión política y disciplina social, como ha venido a ser en otros países latinos. La burla ininteligente del racionalismo no hallaba camino por entre los labios de mi amigo ruso, bien dibujados y sinuosos cual el de las antiguas iconas. Y lo que me agradaba en el trato del diplomático era eso precisamente: sintiéndome yo también de mi raza —pero de mi raza cuando sus energías sentimentales no se habían gastado—, podía con el joven diplomático hablar de muchas cosas inaccesibles a los volterianos sin ingenio y a los escépticos sin profundidad, que componen lo más visible de la pléyade intelectual.


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Los Huevos Arrefalfados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué compasión de señora Martina, la del tío Pedro el carretero! Si alguien se permitiese el desmán de alzar la ropa que cubría sus honestas carnes, vería en ellas un conclave, un sacro colegio, con cardenales de todos los matices, desde el rojo iracundo de la cresta del pavo, hasta el morado oscuro de la madura berenjena. A ser el pellejo de las mujeres como la badana y la cabritilla, que cuanto mejor tundidas y zurradas más suaves y flexibles, no habría duquesa que pudiese apostárselas con la señora Martina en finura de cutis. Por desgracia, no está bien demostrado que la receta de la zurra aprovecha a la piel ni siquiera al carácter femenil, y la esposa del carretero, en vez de ablandarse a fuerza de palizas, iba volviéndose más áspera, hasta darse al diablo renegando de la injusticia de la suerte. ¿Ella qué delito había cometido para recibir lección de solfeo diaria? ¿Qué motivo de queja podía alegar aquel bruto para administrar cada veinticuatro horas ración de leña a su mitad?

Martina criaba los chiquillos, los atendía, los zagaleaba; Martina daba de comer al ganado; Martina remendaba y zurcía la ropa; Martina hacía el caldo, lavaba en el río, cortaba el tojo, hilaba el cerro, era una esclava, una negra de Angola…, y con todo eso, ni un solo día del año le faltaba en aquella casa a San Benito de Palermo su vela encendida. En balde se devanaba los sesos la sin ventura para arbitrar modo de que no la santiguase a lampreazos su consorte. Procuraba no incurrir en el menor descuido; era activa, solícita, afectuosa, incansable, la mujer más cabal de toda la aldea. No obstante, Pedro había de encontrar siempre arbitrio para el vapuleo.


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La Paloma Azul

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Un día, mirando hacia el tejado del cual habíanse apoderado las palomas, vi una cosa que me dejó aturdida de emoción: Una paloma nueva, desconocida, pero del mismo color, exactamente del mismo color del trozo de cielo. Una paloma de plumaje turquesas, un ave que parecía una flor, un ser divino. He dicho antes que la niñez no razona muchas cosas, pero su instinto es cualidad maravillosa mal estudiada aún. ¿Quién me había enseñado a mí que una paloma azul no existía en la realidad, que sólo podía venir del infinito?

Los colores de las palomas eran variadísimos. Las había verde metálico, gris perla, nacaradas, con tonos y cambiantes, cobrizos… ¡Pero aquel azul! Aquél era exactamente el matiz de mi alma, era la nota de mis ensueños, mi mismo ser, impregnado, bañado en el fluido de las lejanías misteriosas y la onda clara de los dilatados mares…

Y la paloma de plumaje de turquesa aleteaba dentro de mí, y yo suponía que, después de aparecérseme un instante iba a levantar el vuelo, perdiéndose otra vez en su elemento propio, la bóveda de turquesa también, que se extendía sobre los prosaicos tejados, justificando la copla popular:


«El cielo de Marianeda
está cubierto de azul…».


Con gran sorpresa mía la sobrenatural paloma se confundió entre las demás vulgares; púsose a seguir a una hembra feúcha, gris pizarra y porque se atravesó un palomo canelo, le atizó un feroz picotazo, que le arrancó plumas tintas en sangre.

A todo esto la familia había acudido, y asombrada del color de la paloma, resolvió su captura. Cuando vi que iban a recluir en una jaula a la paloma azul, ¡qué ardiente deseo me entró de que huyese, de que levantase el vuelo y se perdiese, ligera flor cerúlea, en el abismo del firmamento! Porque me parecía un sacrilegio ponerle la mano encima y resolví liberarla, abrir su cárcel, restituirla a su esfera propia.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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