I
—De niña —me dijo la anciana señora— era yo muy poquita cosa, muy
delicada, delgada, tan paliducha y tan consumida, que daba pena mirarme.
Como esas plantas que vegetan ahiladas y raquíticas, faltas de sol o de
aire, o de las dos cosas a la vez, me consumía en la húmeda atmósfera
de Compostela, sin que sirviese para mejorar mi estado las recetas y
potingues de los dos o tres facultativos que visitaban nuestra casa por
amistad y costumbre, más que por ejercicio de la profesión. Era uno de
ellos, ya ve usted si soy vieja, nada menos que el famosísimo Lazcano,
de reputación europea, en opinión de sus conciudadanos los santiagueses;
cirujano ilustre, de quien se contaba, entre otras rarezas, que sabía
resolver los alumbramientos difíciles con un puntapié en los riñones,
que se hizo más célebre todavía que por estas cosas por haber persistido
en el uso de la coleta, cuando ya no la gastaba alma viviente.
Aquel buen señor me había tomado cierto cariño, como de abuelo; decía
que yo era muy lista, y que hasta sería bonita cuando me robusteciese y
echase —son sus palabras— «la morriña fuera»; me pronosticaba larga
vida y, magnífica salud; a los afanosos interrogatorios de mamá respecto
a mis males, respondía con un temblorcillo de cabeza y un capitotazo a
los polvos de rapé detenidos en la chorrera rizada:
—No hay que apurarse. La naturaleza que trabaja, señora.
¡Ay si trabajaba! Trabajaba furiosamente la maldita. Lloreras, pasión
de ánimo, ataques de nervios (entonces aún no se llamaban así),
jaquecas atarazadoras, y, por último, un desgano tan completo, que no
podía atravesar bocado, y me quedaba como un hilo, postrada de puro
débil, primero resistiéndome a jugar con las niñas de mi edad; luego a
salir; luego, a moverme hasta dentro de casa, y, por último, a
levantarme de la cama, donde ya me sujetaba la tenaz calentura. Frisaría
yo en los doce años.
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