Textos más largos de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento | pág. 16

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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento


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La Flor de la Salud

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No lo dude usted —declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda—. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un acertijo...

—¿Higiénico?

—¡Botánico!

—¿Y quién era el enfermo?

—El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

—¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.

—El mismo efecto me produjo a mí —repuso el doctor—. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.


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5 págs. / 8 minutos / 37 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Elección

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus ruedas producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece de un encanto melancólico cuando se oye a lo lejos. Para el labriego, es causa de engreimiento la agria queja del carro; pero esta vez en el corazón de Telme, resonaba con honda tristeza. A cada áspero gemido sangraba una fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban, venciendo el repecho; la querencia les decía que por allí iban derechos al brazado de hierba, acabado de apañar. Sus hocicos babosos, recalentados por la caminata, se estremecían, aspirando la brisa del anochecer, en que flotaba el delicioso perfume de la pradería.

A la puerta de la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara, seca, negruzca, desfigurada, más que por la maternidad y los años, por las rudas faenas campestres. Ayudó Pilara a su marido a desuncir el carro, y mientras él encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en el establo separado por un tabique del «leito» conyugal. No cruzaron palabra. No era que no se quisieran; al contrario, queríanse bien aquellos dos seres, a su modo: sino que el labriego es lacónico de suyo, y la absoluta comunidad de intereses hace entenderse sin gastar saliva. La actitud de Telme y su gesto decían a Pilara cuanto le importaba saber. El hijo había salido útil, según el reconocimiento..., y por ende ya era «del rey»; era soldado.

Con un nudo en la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara la cena, colocando sobre la artesa las dos escudillas de humeante caldo de «pote». Las despacharon, y, ahorrando luz, se acostaron al punto. Oíase el rumiar de los bueyes, moliendo la hierba jugosa, y no se oía a marido y mujer rumiar la pena, atravesada en el gaznate. Dieron vueltas. Suspiró Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de esta noche!


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Reina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se recordaba, en la «histórica urbe» de Alcazargazul, acontecimiento igual, por lo menos desde que cesaron de ocuparla los moros y la conquistó el buen Alvar Mojino de los Mojinos, asaltando la muralla con sus hombres, cual banda de gatos monteses que trepan a un peñasco con las uñas.

Justamente, en conmemoración de tal acontecimiento (aunque en apariencia no existiese íntima relación entre ambas cosas) pensaron varios alcazargazuleños entusiastas en que se celebrasen unos Juegos florales, verdaderamente solemnes. Una comisión constituida al efecto, y de que formaban parte todas las «fuerzas vivas», trabajó lo increíble, revolvió Roma con Santiago, y consiguió (no dando paz a diputados y senadores de la región) una subvencioncilla y varios premios, con la consiguiente designación de temas.

También jugaron influencias para que «mantuviese» el certamen el célebre orador don Propicio Meloso, el cual arañó un poco en Lafuente y Mariana, se empapó en las leyendas y fastos de Alcazargazul, y, llegado el momento de dejar fluir su elocuencia, hizo un relato de la proeza de Alvar Mojino, que ni que la hubiese estado presenciando la víspera. Enorme resonancia alcanzaron los Juegos florales, porque otro acierto de la Comisión fue señalar para la celebración de los Juegos, no el día en que se cumplían siglos de la hazaña, sino el mismo en que tradicionalmente se verifica la feria de Alcazargazul. Un arqueólogo de la localidad, don Senén Morquecho, los insultó en varios artículos de un periodiquito por esta libertad que con la historia se tomaban; pero el resto de la Prensa regional declaró que el tal don Senén era un majadero (como si esto no se supiese desde años hacía).


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5 págs. / 8 minutos / 33 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Leliña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que salían los esposos en su cesta, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo o piedra, el hito que señala una demarcación, o el crucero cubierto de líquenes y menudas parasitarias. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

—Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho! En este momento, el sol la hiere de frente... Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares —¡a veces en los cubiles y cuadras del ganado!— y comía..., si le daban «un bien de caridad».

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir!

Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia, allí se moriría de hambre.


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5 págs. / 8 minutos / 104 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Vistas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya terminaba la faena de la instalación de los trajes, galas, joyas y ropa interior y de mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y nosotros llamamos el trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la parte por el todo. En el gran salón, forrado de brocatel azul, retirados los muebles, se había erigido, alrededor de las cuatro paredes, ancho tablero sustentado en postes de pino, cubierto por amplias colchas y paños de seda azul también, el color predilecto de la rubia novia; y simétricamente colocado y dispuesto con cierto orden que no carecía de simbolismo, ostentábase allí el lujo de la boda, los miles de duros gastados en bonitas cosas semiinútiles.


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5 págs. / 8 minutos / 44 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Pelegrín

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Con el último empellón que le atizaron para que «se despabilase», salió en volandas el chico, mal despierto aún, a pesar de un sopeteo y fregoteo de cara y manos, en la palangana desportillada, con agua muy fría… Llevaba los cachetes colorados aún de los restregones, y turbios los ojos, con los párpados hinchados de soñarrera. No estaba más caliente que el agua el poco de revuelto café que le habían servido en taza rota. Y liada la bufanda, y subido el gabán hasta las orejas, que abotagaban media docena de sabañones, bajó las escaleras a brincos, y se encontró en la luminosidad de la calle, animada ya, a aquella hora matutina, por pregones de vendedoras, rodar de simones y trajín de obreros y fámulas de cesta al brazo.

Mientras zapateaba en la acera, temblando, estremecido, tentado, como siempre, a flanear un poco antes de sumirse en las lobregueces de la escuela, el tranvía pasó. ¡El tranvía! Era el ensueño de Pelegrín. ¡No haber montado en el tranvía nunca! Es indecible lo que el chiquillo admiraba al tranvía. ¡Aquel coche grandísimo, tan precioso, tan reluciente, que andaba solo, con su iluminación clara por las noches, con sus silloncitos, con sus señores de gorra de galón, que van derechos en la plataforma, con su correr fantástico! A veces se atrevía a subirse al estribo un momento, tímido, pronto a huir despavorido si le zapeaban; pero adentro no llegaba jamás. Tenía miedo de salir echado a pescozones.


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5 págs. / 8 minutos / 34 visitas.

Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Legajo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leía tranquilamente bajo un árbol, a la hora en que el calor empieza a ceder, cuando uno de los trabajadores que deshacían la muralla de la cerca para reconstruirla más lejos, acudió agitado, con ese aire de misterio que toman los inferiores al dar una mala noticia o causar una alarma a los superiores.

—Venga, señorito... Hemos encontrado una cosa...

—¿Una cosa? —repitió Lucio Novoa, alzando la cabeza—. ¿Qué?

—Ya verá...

Levántose y echó a andar hacia el sitio en que arrancaban las piedras. El otro jornalero, con la cara seria, esperaba, apoyado en su azadón. Y Lucio vio entre la tierra algo blanquecino.

—Parecen huesos... —murmuró el primer cavador.

—Huesos de persona —confirmó el segundo.

Inclinándose Lucio, se cercioró de que, en efecto, lo que allí aparecía eran restos humanos.

Mandó apresuradamente:

—Sigan cavando... ¡A ver, a ver!...

Apretaron las azadas, y el esqueleto apareció, ya ennegrecido por la humedad, medio disuelto. Fragmentos de tela de las ropas se deshacían en ceniza oscura al salir a la luz, y era imposible reconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lucio miraba más impresionado de lo que parecía. Los cavadores fueron recogiendo algunos objetos envueltos en tierra y difíciles al pronto de clasificar: monedas, una llave, un par de pistolas...

—¿Qué se hace con esto? —preguntaron, indecisos, los jornaleros, en cuyo rostro se leía una especie de miedo y reprobación ante el misterio de aquel crimen que la azada acababa de revelarles.

—Traigan la carretilla —ordenó Lucio—. Pongan en ella los huesos... Déjenlos luego en la sala de la capilla, con mucho cuidado de que no falte ninguno... —y, completando su pensamiento, advirtió:

—Pónganlos sobre la alfombra...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Jactancia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Si aquella mesa de café tuviese discernimiento, su opinión acerca de la Humanidad sería amargamente pesimista. Y cuenta que, generalmente, en esos puntos de reunión donde la gente, tratándose con la mayor confianza, se conoce a medias y es de rigor la pose, cada cual hace la rueda del pavo lo más posible; cada cual alardea de arrogancia, valor, acierto en las profecías, fortunas con las mujeres, lances en los viajes, tino en los negocios y amistad estrecha con personajes a quienes ni ha saludado. A veces, el aire sopla del lado opuesto, la jactancia se satura de cinismos y se hace gala de descaros inverosímiles, de truhanerías y miserias increíbles. Nunca está en el fiel la balanza; nunca la verdadera naturaleza humana, entretejida de mal y de bien, mediocre casi siempre en su composición mixta, aparece al descubierto.

En la consabida mesa dieron en reunirse unos cuantos, gente joven, carne frescal, no salada aún por la experiencia, inquietada por el hervor y la comezón de la subida de la savia y propensa a jactarse más allá del límite. No estaban todavía en sazón de comprender que bajo la capa del sol hay poco inédito, bueno y malo, y que a lo singular se va mejor por el camino de lo conocido… Cada uno de ellos suponía sinceramente que sus propias manidas y sosas travesuras eran fazañas inauditas; y cada uno se reía de los demás con irónico y solapado gesto. Al fin, el que más y el que menos comprendió la necesidad de algo extraordinario para (¡atroz galicismo!) epatar a los otros. Fue cosa instintiva; la vanidad lanzó la chispa y sopló sobre la paja de aquellos espíritus. Era preciso, a toda costa, ver bocas abiertas y oír exclamaciones enfáticas: «¡No!… Hombre, eso ya… ¡Demontre! ¡Atiza!…».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Esperanza y Ventura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos primas, descalzas, bajo el sol ardoroso de julio, iban camino del Santuario.

Lo de la descalcez era una de las condiciones de la oferta. Las rapazas vestían su mejor ropa, sus buenos dengues y mantelos de rico paño a la antigua, que ya no se estilan ahora, iban repeinadas, lustrosa la tez de tanto fregarla con agua y jabón barato; hasta lucían una sarta de cuentas azules, Esperanza; de granos de coral falso, Venturiña; pero tenían que sentar sobre los guijarros y el polvo el pie desnudo; y esto sería lo de menos, que avezadas estaban a guardar los zapatos para días de repique gordo; el caso era la vergüenza, el corrimiento de ir así, y que todos los mozos y aun los viejos preguntasen entre maliciosas cucadas de ojo la razón de un voto tan solemne y estrecho.

La razón... no les daba la gana de decirla. Cada uno tiene sus males, ¡qué diaño!, y no se los cuenta al vecino para que se adivierta... Ellas, conferenciando entre sí, se quejaban de sus males indinos, que se agarran como lapas y no hay medicina en la botica que los cure; y por eso, desesperadas ya, apelaban como supremo recurso al gran Curandero, que con sus manos enclavadas hace más que la reata de médicos, aunque vengan de Compostela alabándose de mucha sabiduría.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Azar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No había conocido Micaela, la de Estivaliz, otro colegio, otros profesores, otras maestras de costura. Cuanto sabía era aprendido allí, ante aquella mesa y haciendo funcionar aquella máquina. Y, naturalmente, sabía poco. Sin embargo, la adoctrinaba en varias cosas, malas y buenas, exaltándole la sensibilidad, el cinematógrafo, su recreo del domingo.

Por las enseñanzas del cinematógrafo había llegado la obrerita de apretadas trenzas a comprender, o a figurarse que comprendía, el uso de lo que fabricaba durante la semana entera. Del taller, donde, mezclados los alientos, juntas las rodillas y los hombros, trabajaban sobre sesenta obreras más, casi todas mozas o chicuelas de catorce a veinte, salían naipes y naipes, lindos, lustrosos, satinados, franceses y españoles, de vivos colorines, de claros tonos. Primero recibían la impresión cromolitográfica; después, los anchos pliegos eran guillotinados. Micaela manejaba la acicalada cuchilla. Al margen del acero colocaba tranquilamente las yemas de sus dedos bien torneados, y la fría hoja caía sin tocar las manos morenas de Micaela, ágiles y activas en la labor.


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5 págs. / 8 minutos / 97 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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