Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento | pág. 22

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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento


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La Bicha

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Han leído ustedes a Selgas? —preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse—. ¿Han leído a Selgas?

Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»… Nombre casi borrado ya…

—Pues era ingenioso —declaró la vuidita—, y a mí me divertía muchísimo… En no sé que libro suyo —las citas exactas, allá para sabihondos— sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir… Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta… Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.

Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento masculino en la peñita.

—No hay que amontonarse —exclamó la señora intrépidamente—. Los hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula… : por casualidad. Y, si no… , a la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal masculina… , que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo… Ahí va la de hoy.


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5 págs. / 9 minutos / 44 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Borgoñona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísimo que revela los trabajos de la polilla, quédeme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecería escandalosa á la edad presente.—Porque hartas veces observo que hemos crecido, sino en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayen sus frases é interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos más inocentes. Así todos andamos recelosos y, valga esta impropia metáfora, con la barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo funesto para la moral y las costumbres.

Pero acontece que si llega á agradarnos ó á producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase que bulle y se revuelve allí cual el feto en las maternas entrañas, solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la historia milagrosa que, dejando escrúpulos á un lado, voy á contar no sin algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores y caprichosamente iluminadas, ó á modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista, para empezar diciendo: «En el nombre del Padre!...»

I

Era muchos, muchos años, ó por mejor decir, muchos siglos hace; el tiempo en que Francisco de Asís, después de haber recorrido varias tierras de Europa exhortando á la pobreza y á la penitencia, enviaba sus discípulos por todas partes á continuar la predicación del Evangelio.


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16 págs. / 28 minutos / 52 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cabeza a Componer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase un hombre a quien le daba malísimos ratos su cabeza, hasta el extremo de hacerle la vida imposible. Tan pronto jaquecas nerviosas, en que no parecía sino que iba a estallar la caja del cráneo, como aturdimientos, mareos y zumbidos, cual si las olas del Océano se le hubiesen metido entre los parietales. Ya experimentaba la aguda sensación de un clavo que le barrenaba los sesos —y el clavo no era sino idea fija, terca y profunda—, ya notaba el rodar, ir y venir de bolitas de plomo que chocaban entre sí, haciendo retemblar la bóveda craneana y las bolitas de plomo se reducían a dudas, cavilaciones y agitados pensamientos.

Otras veces, en aquella maldita cabeza sucedían cosas más desagradables aún. Poblábase toda ella de imágenes vivas y rientes o melancólicas y terribles, y era cual si brotase en la masa cerebral un jardín de pintorreadas flores, o como la serie de cuadros de un calidoscopio. Recuerdos de lo pasado y horizontes de lo venidero, ritornelos de felicidades que hacían llorar y esperanzas de bienes que hacían sufrir, perspectivas y lontananzas azules y diamantinas, o envueltas en brumas tenebrosas, se aparecían al dueño de la cabeza destornillada, quemándole la sangre y sometiéndole a una serie de emociones y sobresaltos que no le dejaban vivir, porque le traían fatigado y caviloso entre las reminiscencias del ayer y las probabilidades inciertas del mañana.


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3 págs. / 5 minutos / 118 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Calavera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El chiflado habló así:

—Desde que, por imitar a Perico Gonzalvo, que la echa de elegante y de original, puse en mi habitación, sobre un zócalo de terciopelo negro, la maldita calavera (después de haberla frotado bien para que adquiriese el bruñido del marfil rancio), empecé a dormir con poca tranquilidad, y a sentirme inquieto mientras velaba. La calavera me hacía compañía y estorbo, lo mismo que si fuese una persona, y persona fiscalizadora, severa, impertinente, de esas que todo lo husmean y censuran nuestros menores actos en nombre de una filosofía indigesta y melancólica, de ultratumba. Cuando por las mañanas me plantaba yo frente al espejo para acicalarme, tratando de reparar, dentro de lo posible, el estrago de los cuarenta en mi rostro y cuerpo, no podía quitárseme del magín que la calavera me miraba, y se reía silenciosa y sardónicamente cada vez que aplicaba yo cosmético al bigote y traía adelante el pelo del colodrillo para encubrir la naciente calva. Al perfumar el pañuelo con esencia fina, al escoger entre mis alfileres de corbata el más caprichoso, oía como en sueños una vocecilla estridente, sibilante, mofadora, que articulaba entre la doble hilera de dientes, amarillos todavía, implantados en las mandíbulas: «¡Imbéciiil de vaniiiidoso!» Será una tontería muy grande; pero lo cierto es que me molestaba de veras.


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7 págs. / 12 minutos / 58 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Casa del Sueño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...


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4 págs. / 7 minutos / 98 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Charca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Este baile del Real, que de otro modo sería uno de tantos, vulgar como todos, asciende a memorable por lo que aún se discute si fue ilusión de fantasías acaloradas por libaciones, alucinación singular de los ojos, broma lúgubre de algún desocupado malicioso o farsa amañada por los concurrentes —aun cuando esto último parece lo más inverosímil, por la imposibilidad de que se pusiesen de acuerdo tantas personas extrañas las unas a las otras para referir un enredo sin pies ni cabeza.

Lo que afirmaron haber visto, visto por sus ojos, no duró más que, según unos, media hora, y, según otros, veinte minutos. Empezó a las tres en punto, y cesó cuando hubo sonado la media.

A tal hora, si bien es la más animada de locuras, hállase ya cansado el cuerpo, turbia la vista, no quedando en el salón los que van «a dar una vuelta», sino sólo los verdaderos aficionados incorregibles. No obstante, redobló de pronto el lanzamiento de serpentinas y cordones y gasas de colorines que envolvía las barandillas de los palcos y tapizaba el suelo; y al caer las tres campanadas llamó algo la atención el ingreso, en dos palcos antes vacíos, de un grupo de máscaras. Las damas lucían dominós de gro y moaré, con encajes, y la capucha que cubría su cabeza era de anticuada forma; los caballeros también vestían capuchones negros, de rico raso, con lazos de colores en los hombros. Los pliegues de los disfraces caían lánguidos sobre los cuerpos de los enmascarados, como si estuviesen colgados de una percha. Se diría que flotaban, que no cubrían bulto alguno.

Los que lo notaron observaron también que las enguantadas manos de las máscaras, apoyadas en el reborde del palco, bailaban en los guantes de cabritilla, blancos y color paja, tan cortos que no pasaban de la muñeca. Hubo quien afirmó que, donde cesaba el guante, en lugar del brazo redondo o fuerte, sólo se veía un hueso color de marfil, un hueso mondo y lirondo.


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4 págs. / 8 minutos / 84 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Chucha

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo primerito que José San Juan —conocido por el Carpintero— hizo al salir de la penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del director.

Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando los aleros de los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo, habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete.

—Venía a despedirme del señor director —dijo humildemente al entrar.

—Bien, hombre; se agradece la atención —contestó el funcionario—. Ahora, a ser bueno, a ser honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo de mí?

—¡Si usted fuera tan amable, señor director...; si usted quisiera...

Animado por la benévola sonrisa del jefe, soltó su pretensión.

—Deseo ver a una reclusa.

—Es tu «chucha», ¿verdad?... Bueno; la verás.

Y escribió una orden para que dejasen entrar a Pepe el Carpintero, en el locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que significaban aquellas relaciones entre penados, los galanteos a distancia y sin verse de «chuchos» y «chuchas»; el amor, rey del mundo, que se filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste no llegó nunca, perforando muros, atravesando rejas.


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7 págs. / 13 minutos / 82 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cómoda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante todo, conviene saber que yo era la moderación en persona, y mi única debilidad, muy censurada por mi consorte, la afición a trastear un poco en las tiendas de los anticuarios.

Por irrisoria cantidad adquirí en uno de esos establecimientos un mueble viejo, que me valió una filípica. ¿Dónde se ha visto traer se a casa embeleco semejante?

Era el embeleco una de esas cómodas ventrudas de la época de Luis XV que, en efecto, se construían para viviendas más espaciosas de las actuales. Sus dimensiones debieran haberme alarmado cuando la compré. Pero la curiosa taracea de la tapa, los lindos bronces, primor de cinceladura, me sedujeron, y ahora, en vista de la desazón doméstica, me pesaba mi capricho.

La idea de revenderla me ocurrió, naturalmente. Sin saber por qué, la rechacé; se me hacía intolerable. Dijérase que tenía que separarme de alguien muy querido. Tan extraño sentimiento fijó mi atención en el mueble. Yo acostumbro creer que todas nuestras impresiones responden fielmente a alguna causa, oculta o visible. El sentir avisa. Si no lo percibe la inteligencia, es porque la inteligencia percibe muy contadas cosas.

Continuaba mi mujer hostigándome (con esa insistencia en mortificar que es uno de sus defectillos), y por eximirme de aquella persecución de mosca tenaz, adopté singular determinación. Alquilé, en retirada calle, un piso muy modesto y, reservadamente, trasladé allí la cómoda tripona. Un goce vengativo me hacía sonreír. ¿No quisiste la cómoda? Pues ahora tu esposo —lo mismo que si te engañase con alguna bella— tiene su pisito y se pasa en él horas que no sospechas tú.


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3 págs. / 6 minutos / 70 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Cordonera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todos la recuerdan, porque vivió muchos, muchos años, y tres generaciones la han visto envejecer lentamente, en su tienda angosta, entre rollos de estambre, piezas de pasamanería, rechamantes galones de oro y plata para casullas, y sartas de almas de bellotas, de madera torneada, que, colgadas de clavos, producían, al entrechocarse, un castañetear de huesecillos de muertos.

Se le conocía perfectamente que debía de haber sido muy hermosa... ¿Cuándo? Aquí empezaban las vaguedades y hasta las contradicciones de una historia que nadie sabía bien, porque nunca se cuidó nadie de averiguarla con puntualidad.

¿Contaría setenta, setenta y seis, ochenta, la mujer que, invariablemente, a la misma hora de la mañana, abría su establecimiento, se sentaba, muy alisado ya el pelo gris, detrás del mostrador, y esgrimiendo unas agujas relucientes por el uso, poníase a hacer media, interrumpiendo su labor si entraba un cliente, con resignación monótona y forzada?

No se podía fijar edad estrictamente a un rostro que había conservado su regularidad escultural, y a un cuerpo todavía derecho, todavía con curvas ricas y nobles. La ancianidad no es cosa que se oculte; pero, sin duda, hay personas que la disimulan, no con afeites ni retoques, sino por benignidad especial de la naturaleza, hasta muy tarde.

Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción —el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo— semejaba, de golpe, rejuvenecida.


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3 págs. / 6 minutos / 82 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Cruz Negra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Acabo de verla, tan borrosa, tan chiquita, en la encrucijada, y por uno de esos fenómenos reflejos de la sensibilidad que difícilmente podrían explicarse, y que son una de las miserias de nuestro ser, su vista me apretó el corazón. Y, sin embargo, la persona cuya muerte conmemora esa cruz de palo pintado érame tan indiferente como la hojarasca que el último otoño arrancó del castañar, y que hoy se descompone en la superficie de la tierra labradía.

Era una mendiga, la mendiga de la encrucijada, que formaba parte del paisaje, por decirlo así. Sentada a la orilla del camino, con los pies descansando en la cuneta, el cuerpo recostado en el cómaro mullido de madraselva y zarzarrosa, allí estaba en todas las estaciones y con todas las temperaturas. Que el sol tostase, que bufase el vendaval, que la lluvia encharcase los baches de la carretera, la mendiga inmóvil, sin más protección contra la intemperie que uno de esos enormes paraguas escarlata, de algodón, con puño de latón dorado, que en el país suelen llamarse de familia.

Raro es el mendigo que no tiene instintos de vagabundo. Moverse, trasladarse, es género de libertad, y los pobres estiman mucho el sumo bien de ser libres. Hasta los semihombres que carecen de piernas lagartean velozmente sobre las manos; hasta los paralíticos, en un carro, se hacen zarandear. Una inquietud, un gigantesco espíritu aventurero suele hurgar y escarabajear a los mendigos. La de la encrucijada, por el contrario, pertenecía al número de los que se pegan, como el liquen, a las piedras, o como el insecto al rincón sombrío donde no le persigue nadie. Dos razones podrían explicar su carácter estadizo: tenía más de ochenta años y no tenía ojos.


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4 págs. / 7 minutos / 63 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

2021222324