La Señorita Aglae
Emilia Pardo Bazán
Cuento
Residía yo entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde incesantemente hay salidas de vapores para América, y hacía la vida huraña del que acaba de sufrir grandes penas, y no teniendo quehaceres que le distraigan de sus pensamientos tristes, siente germinar un tedio que parece incurable. En pocos meses había perdido a mi madre y a mi hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis acciones y solo en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a la calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes sufridos infundían en mi corazón insensibilidad completa.
Paseando una tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz conocida, no escuchada desde hacía muchos años, que pronunciaba mi nombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.
—¡Medardo! ¿Tú por aquí?
—¡Jacobito! ¡Otro abrazo!
El que me estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje y con ese aire resuelto y animado de las personas emprendedoras que ejercitan sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo Solana, había sido mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo estudiaba los últimos años de carrera, y con él no existían dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de sacar rizos donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por lo cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle le encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de aventurero jovial.
En dos palabras me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires, donde había arrendado un teatro.
—Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jacobito —murmuró, afectuosamente—. ¿Qué te ha sucedido a ti?...
Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 60 visitas.
Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.