Sedano
Emilia Pardo Bazán
Cuento
Dos años hacía que despachábamos juntos en la misma oficina, mesa con mesa, y aún no había yo podido averiguar gran cosa respecto al buen Sedano, viejecillo flaco, temblón, de labio colgante, con los ojos siempre turbios y húmedos, pero tan exacto, tan asiduo, tan formal, tan complaciente hasta con el último meritorio —con el público no hay que decir— que se le tenía por un infelizote de esos que provocan a risa. Era el viejo, a no dudarlo, lo que yo llamaría un humillado y un vencido; hombre que de plano y en conciencia se juzga inferior a los demás, y pide con su actitud que se le conserve de limosna el último puesto que ocupa en el indigesto y mezquino banquete de la vida.
Aficionado a los pobres de espíritu —que en compensación de la servidumbre de aquí abajo poseerán el reino de allá arriba—, me declaré amigote de Sedano. A la salida de la oficina le acompañaba hasta su casa, le daba consejos, le regalaba cigarros y solía convidarle a una taza de café y a una copita de licor de damas —curaçao, kumme o Marie Brizard—. Estos obsequios me conquistaron una gratitud tan desproporcionada a su importancia y valor, que, a la verdad, me confundía y casi diré que me atosigaba; sí, me atosigaba, conmoviéndome un poco..., pero el tósigo se sobreponía a la emoción dulce. ¿No es cierto, lector, que existe en nosotros un pudor de alma que nos hace pesado el excesivo agradecimiento? ¿No es verdad que la mansedumbre y la modestia, en grado tan alto, nos cohíben y hasta nos abochornan?
—Sedano —le dije un día para desviar la conversación del terreno del reconocimiento—, cuénteme usted su vida y milagros. ¿Es usted soltero, casado, viudo? He oído que tiene usted una hija no sé dónde. Ea, a hacer confesión general.
Dominio público
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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.