Textos de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento | pág. 42

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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento


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Bohemia en Prosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando se supo que había fallecido Vieyra —de una enfermedad consuntiva, latente toda su vida y declarada al final—, la gente no se preguntó la causa de tal suceso. «¡Hombre, todos hemos de pasar por ahí!». Lo que se dieron a investigar durante media hora en la Pecera, en la reunión de amigos y otros círculos locales fue, no cómo había muerto el bueno de Vieyra, sino cómo había vivido.

Encontraban en su vivir una paradoja realizada. Había vivido... sin poder. Por todo recurso contaba con dos o tres heredades que le producían una renta irrisoria, y un vago destino, de esos que a fuerza de reducciones y descuentos, suspensiones y amagos de supresión, no sólo parece que no deben mantener a un hombre, sino que dan la idea de que será preciso poner dinero encima. Vieyra era intérprete en el Lazareto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que lo era sin saber idioma alguno.

—Yo tengo resuelta esa dificultad —declaraba a los que le daban bromas—. Si vienen americanos, claro es que me expreso en español... Si portugueses o brasileños, en gallego del más puro... Y si son franceses o ingleses..., ¡demonio!, entonces... Entonces..., ustedes reconocerán que a esos tíos nadie les ha hablado jamás en su lengua. Les presento picadura, maryland, una botellita de cerveza o de jerez... y me entienden en seguida.

Con tales botellitas, adquiridas a un precio y revendidas a otro; con algo de negocio de picadura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias realizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello, tan mermado y, sobre todo, tan dependiente de su capricho y de su humor, asaz tornadizos y muy poco industriales, que continuaba igualmente problemático cómo había podido sustentarse aquel hombre —sin pedir a nadie nada, sin deber tampoco—, y el gran lujo español, ¡fumándose buenos puros!


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En Silencio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todos creían que la hija del tabernero de la Piedad aspiraba a casarse con un señorito. No con un señorito de los que, a veces, al pasar ante la taberna a caballo o en automóvil, se detenían a beber un vasete del claro vinillo del país, y piropeaban a la muchacha; con estos, no había que pensar en bendiciones; solo algún curial de Brigos, algún lonjista de Areal que bien pudieran prendarse de aquella moza frescachoncilla, peinada a la moda, y tan peripuesta con su blusita de percal rosa, incrustada en entredoses. Y se prendarían o no se prendarían; pero lo cierto fue que, con gran sorpresa de la clientela y del contorno, Aya —que así la llamaban, con el nombre de una santa mártir allí de mucha devoción— tomó por esposo a un albañil humilde, que ni siquiera era de la tierra: un portugués, venido a trabajar en las obras de una quinta próxima al santuario de la Piedad, y que los domingos solía comer en la taberna.

Cierto que el portugués era lo que en su patria llaman un perfeito rapaz. De mediana estatura, forzudo, con el pelo rizado, negro y brillante, cuando se endomingaba soltando la costra de cal, y bien acepillado de chaqueta y blanco de camisa, iba a pelar la pava con la joven tabernera, se comprendía que esta le hubiese preferido a todos. Otra estampa así...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Atavismos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿De modo —pregunté al párroco de Gondás, que se entretenía en liar un cigarrillo— que aquí se cree firmemente en brujas?

Despegó el papel que sostenía en el canto de la boca, y con la cabeza dijo que sí.

—Pues usted debe combatir con todas sus fuerzas esa superstición.

—¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia especialmente...

—¿Por qué en esta parroquia especialmente? ¿Es aquí donde las brujas se reúnen?

—Mire usted —murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran destreza y sentándose en el pretil del puente; porque ha de saberse que esta plática pasaba al caer la tarde, a orillas del camino real, y allá abajo las aguas del río, calladas y negras, reflejaban melancólicamente las vislumbres rojas del ocaso—. Mire usted —repitió—, en esta parroquia pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de la cabeza que anduvo en ello su cacho de brujería.

—A veces —observé—, los hechos son...

—Justo, los hechos... —confirmó el cura—. Aunque reconozcan causas muy naturales, si los aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la que más les gusta... Y lo que sucedió en Gondás hace poco, se explica perfectamente sin magia ni sortilegio ni nada que se le parezca; sólo que en la imaginación de esta gente...

Al expresarse así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera negreó un bulto encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de ramalla de pino. Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de la carga; pero, sin verle el rostro, el cura la conoció.

—Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixe muller... Yo ayudo...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Antiguamente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que se suele decir de la honradez de otros tiempos y de la lealtad de otros tiempos, y del buen servicio de otros tiempos —opinó Ramiro Villar, cuando salimos de la quinta donde habíamos pasado la tarde merendando y jugando al bridge, como si fuésemos algunos elegantes de ultra Mancha y no señoritos españoles, que deben preferir el chocolate y el tresillo—, tiene sus más y sus menos... Entonces, lo mismo que hoy, existía una cosecha brillante de bribones redomados.

—Sin embargo, era otra cosa —insistió don Braulio Malvido—. Algo había entonces en el ambiente que reprimía un poco la desvergüenza de la bribonada. No existía tanta desfachatez.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

«La Deixada»

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El islote está inculto. Hubo un instante en que se le auguraron altos destinos. En su recinto había de alzarse un palacio, con escalinatas y terrazas que dominasen todo el panorama de la ría, con parques donde tendiesen las coníferas sus ramas simétricamente hojosas. Amplios tapices de gayo raigrás cubrirían el suelo, condecorados con canastillas de lobelias azul turquesa, de aquitanos purpúreos, encendidos al sol como lagos diminutos de brasa viva. Ante el palacio, claras músicas harían sonar la diana, anunciando una jornada de alegría y triunfo...

Al correr del tiempo se esfumó el espejismo señorial y quedó el islote tal cual se recordaba toda la vida: con su arbolado irregular, sus manchones de retamas y brezos, sus miríadas de conejos monteses que lo surcaban, pululando por senderillos agrestes, emboscándose en matorrales espesos y soltando sus deyecciones, menudas y redondas como píldoras farmacéuticas, que alfombraban el espacio descubierto. Evacuado el islote de sus moradores cuando se proyectaba el palacio, todavía se elevaban en la orilla algunas chabolas abandonadas, que iban quedándose sin techo, cuyas vigas se pudrían lentamente y donde las golondrinas, cada año, anidaban entre pitíos inquietos y gozosamente nupciales.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Madrugueiro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...

Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.

El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías».

Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

So Tierra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Aquella historia ya puede contarse, porque han muerto los únicos que podían tener interés en que no se supiese, y yo no he sido nunca partidario de descubrir faltas de nadie, y menos crímenes.

Así se expresaba el registrador, en un momento de descanso, momento que bien pudiera llamarse hora de los expedicionarios al monte del Sacramento. Habían dejado el automóvil donde ya la senda se hacía impracticable, buena sólo para andarla en el caballo de San Francisco; y, después de merendar bajo unos castaños remendados, huecos a fuerza de vejez y rellenos de argamasa, fumaban y departían, traídos a la conversación los sucesos de actualidad y los antiguos por los de actualidad.

—¿De modo que queréis oírla? —añadió—. Pues no deja de ser interesante:

Había en Rojaríz, donde yo estaba entonces por asuntos, un matrimonio que pasaba por ejemplar. Él, muy guapo, el mejor mozo de la comarca; ella, una señora también vistosa y, sobre todo, tan prendada de su marido, que se le caía la baba cuando salía a la calle con él del bracero. Yo los trataba, no muy íntimamente, pero lo bastante para ver que allí existían todas las apariencias de la felicidad más completa. Eran gente rica, y tenían, según fama, muchos ahorros. Hasta extrañaba que él, no teniendo hijos, demostrase tal manía y tal empeño en economizar, por lo cual ella tenía costumbre de embromarle.

Por entonces, cosas que hace el demonio, sucedió que yo me enamoré de una señorita lindísima, huérfana y con fama de ser así... un poco mística, que no pensaba en casarse, sino más bien en algo de monjío, pues se la veía mucho en la iglesia. Claro es que, al enamorarme, di en rondar su casa, como es estilo y costumbre en provincia. Quería verla cuando saliese a la catedral, y quería también de noche espiar su paso por detrás de las cortinas cuando fuese, percibir al menos su sombra. Estaba lo que ahora se dice colado.


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6 págs. / 10 minutos / 88 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Baile

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el corro aldeano se cuchicheaba: el caso era de apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico aquel año?

Desde tiempo inmemorial, el día de la fiesta de Santa Comba —dulce paloma cristiana, martirizada bajo Diocleciano, no se sabe si con los garfios o en el ecúleo— se bailaba en el atrio del santuario, después de recogida la procesión, aquel repinico clásico, especie de muñeira bordada con perifollos antiguos, puestos en olvido por la mocedad descuidada e indiferente de hoy. Gentes de los alrededores acudían atraídas por la curiosidad, y el señorío veraneante en las quintas y en los pazos próximos al santuario del Montiño concurría también, para convenir que tenía cachet aquel diantre de danza céltica, al son agreste de una gaita, bajo los pinos verdiazules, única vegetación que sombreaba el atrio solitario olvidado el año entero en la majestad silenciosa de la montaña abrupta...

Si apasionados del repinico eran los señoritos y las señoras que se divertían una tarde en subir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad. En su opinión, el castizo baile representaba las buenas usanzas de otro tiempo, los honestos solaces de nuestros pasados... ¡Mala peste en ese impúdico agarrado que ha venido a sustituir a las viejas danzas sin contactos, sin ocasión próxima! «Crea usted que esas cosas las sabemos nosotros por la confesión... El agarrado, en el campo, es la disolución de las costumbres.» Y a fin de estimular y proteger las danzas de antaño, el señor abad y el señorito de Mourelle largaban cada cual sus cinco pesetas al vencedor del repinico, porque el lauro se disputaba; la opinión pública los discernía al mejor danzarín...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Como la Luz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Llevaba Berte en la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.

Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Legajo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leía tranquilamente bajo un árbol, a la hora en que el calor empieza a ceder, cuando uno de los trabajadores que deshacían la muralla de la cerca para reconstruirla más lejos, acudió agitado, con ese aire de misterio que toman los inferiores al dar una mala noticia o causar una alarma a los superiores.

—Venga, señorito... Hemos encontrado una cosa...

—¿Una cosa? —repitió Lucio Novoa, alzando la cabeza—. ¿Qué?

—Ya verá...

Levántose y echó a andar hacia el sitio en que arrancaban las piedras. El otro jornalero, con la cara seria, esperaba, apoyado en su azadón. Y Lucio vio entre la tierra algo blanquecino.

—Parecen huesos... —murmuró el primer cavador.

—Huesos de persona —confirmó el segundo.

Inclinándose Lucio, se cercioró de que, en efecto, lo que allí aparecía eran restos humanos.

Mandó apresuradamente:

—Sigan cavando... ¡A ver, a ver!...

Apretaron las azadas, y el esqueleto apareció, ya ennegrecido por la humedad, medio disuelto. Fragmentos de tela de las ropas se deshacían en ceniza oscura al salir a la luz, y era imposible reconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lucio miraba más impresionado de lo que parecía. Los cavadores fueron recogiendo algunos objetos envueltos en tierra y difíciles al pronto de clasificar: monedas, una llave, un par de pistolas...

—¿Qué se hace con esto? —preguntaron, indecisos, los jornaleros, en cuyo rostro se leía una especie de miedo y reprobación ante el misterio de aquel crimen que la azada acababa de revelarles.

—Traigan la carretilla —ordenó Lucio—. Pongan en ella los huesos... Déjenlos luego en la sala de la capilla, con mucho cuidado de que no falte ninguno... —y, completando su pensamiento, advirtió:

—Pónganlos sobre la alfombra...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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