Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento | pág. 15

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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento


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Jesus en la Tierra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Voy a contaros un cuento de la gran Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de recorrer todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente de recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento es algo sombrío, atribuidlo a la fatiga y a las muchas desventuras del que me narró esta especie de sueño.

La Noche de Navidad en uno de estos últimos años, habéis de saber que nuestro Señor Jesucristo en persona quiso bajar a la Tierra y recorrerla, porque como nadie ignora, si ha leído el texto santo, las delicias de Jesús son morar entre los hijos de los hombres.

Dejó, pues, su trono y su asiento a la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de su aspecto bajo forma que no deslumbrase a los ojos mortales y que a veces ni aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso de encontrar piedad, amor y fraternal regocijo. La Naturaleza parece asociarse a la solemnidad del día: en el firmamento, claro como una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de esmeralda pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla empaña la magnificencia de la hora nocturna.

En el polo, cuando se apoya sobre la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese súbitamente, como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos abrasadores, purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los enormes témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa a Jesús la magia del espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones; le atraen los fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en las rocas insensibles y en las heladas estepas.

Y pasa adelante.


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6 págs. / 11 minutos / 53 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Durante el Entreacto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El silencio de la alcoba —silencio casi religioso— se rompió con el sonar leve de unos pasos tácitos y recatados, que amortiguaban la alfombra espesa. El bulto de un hombre se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio cristal. La mujer que velaba el sueño del niño, dormidito entre los encajes de su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así, con precauciones de malhechor.

—¿Traes eso?

—¡Chis! Aquí viene.

—¿Se han fijado?

—Nadie. El portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que venía a ver a la parienta...

—Como de costumbre. ¡Digo yo que no habrán extrañao...!

—Que no, mujer. Ni ¿cómo iban ellos a pensarse...?

—No se les ocurrirá, me parece...

—¡Ea! ¡No moler! ¿Qué se les va a ocurrir, imbécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De un tiempo son y en la cara se asemejan: ¡casualidás!

El hombre se desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, y la lámpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la suntuosa estancia. Forradas de seda verde pálido las paredes; de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo que santificaba aquel nido de amor, y en cuna también laqueada, con pabellón de batista y Valenciennes, la criaturita fruto de una unión venturosa... Los ojos del hombre registraron con mirada zaina, artera, el encantador refugio, y se posaron en el chiquitín, que ni respiraba.

—Desnúdale ya —ordenó imperiosamente a la mujer.

Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un poco y sentía que se le enfriaban las manos, a pesar de la suave temperatura de la habitación.

—Miguel —articuló por fin—, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto es mu gordo, Miguel.


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4 págs. / 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Arena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No le había visto en un año, y me lo encontré de manos a boca al salir del café donde almuerzo cuando vengo a Madrid por pocos días desde mi habitual residencia de El Pardo.

Apenas fijé en él los ojos, comprendí que algo grave le pasaba. Su mirar tenía un brillo exaltado, y una especie de ansia febril animaba su semblante, de ordinario grave y tranquilo.

—Tú estás enamorado, Braulio —le dije.

—Y tanto, que voy a casarme —respondió, con ese género de violencia que desplegamos al anunciar a los demás resoluciones que acaso no nos satisfacen a nosotros mismos.

Minutos después, sentados ambos ante la mesita, y empezando a despachar las apetitosas doradas criadillas, regadas con el zumo fresco y agrio del limón, entró en detalles: una muchacha encantadora, de la mejor familia, de un carácter delicioso...

—¿Sin defectos?

—¡Bah!... Un poco inconsistente en las impresiones... No toma en serio nada...

—¿Arenisca? —pregunté.

—Es la definición exacta: arenisca —contestó él súbitamente, plegado de preocupación el negro ceño—. Le dices hoy una cosa, parece hacerle impresión, y al otro día comprendes que todo se ha borrado... ¡Por más que quiero fijarla, no lo consigo! En fin, eso, ¿qué importa?

—Sí importa, Braulio...

Y viéndole silencioso, agregué:


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5 págs. / 8 minutos / 102 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pasarela

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el muelle, en fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la ciudad departamental.

Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla espléndida, una exuberancia de formas... Pero, objetaban los partidarios de la genérica —a la cual no conocían sino por sus retratos—, estaba ajamonada, mientras la otra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera: cuales valen más, si las de libras o las menuditas y flacas.

Si recogiesen las disertaciones sobre este punto controvertible, llenarían varios abultados tomos.


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3 págs. / 6 minutos / 41 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Doradores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alrededor de la fábrica —una fábrica elegante, de marcos, molduras y rosetones dorados, en mate y brillo— apostóse el nutrido grupo de huelguistas. A media voz trocaban furiosas exclamaciones y sus caras, pálidas de frío y de ira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolución. Que se preparasen los vendidos, los traidores que iban a volver al trabajo, no sin darse antes de baja en la sociedad El Amanecer.

Algunos de estos vendidos, deseosos de ganar para la olla, habíanse aproximado con propósito de entrar en la fábrica, y ante la actitud nada tranquilizadora del corro vigilante, retrocedieron hacia las calles céntricas. Conversaban también entre sí: «Aquello no era justo, ¡concho! El que quiera comerse los codos de hambre, o tenga rentas para sostenerse, allá él; pero cuando en casa están los pequeños y la madre aguardando para mercar el pedazo de tocino y las patatas a cuenta del trabajo de su hombre... hay que arrimar el hombro a la labor». Hasta hubo quien refunfuñó: «Con este aquél de las sociedades no mandamos, ¡concho!, ni en nosotros mismos...» Melancólicos se dispersaron a la entrada de la calle Mayor para llevar la mala noticia a sus consortes.

Los huelguistas no se habían movido. Nadie los podía echar de su observatorio; ejercitaban un derecho; estaban a la mira de sus intereses. Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvo un esguince de extrañeza al ver venir, de lejos, a una chiquilla rubia —de unos catorce, o que, en su desmedramiento de prole de obrero, los representaba a lo sumo—, y que, ocultando algo bajo el raído mantón, se dirigía a la fábrica de un modo furtivo, evitándolos.

—¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí?

Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelosa de terror. Y, al fin, hollipó:

—¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen!


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4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sed de Cristo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando desde la altura de su patíbulo, abriendo las desecadas fauces, exhaló Cristo la más angustiosa de las Siete Palabras, María Magdalena, que estaba como idiota de dolor, estrechamente abrazaba al tronco de la cruz, se estremeció y, recobrando energía y actividad, a impulsos de una compasión que la penetraba toda, se lanzó en busca de agua que aplacase la sed del moribundo Maestro.

No muy lejos del Calvario, sabía Magdalena que manaba, entre peñascos, purísimo y cristalino manantial. Pidió prestada una taza de arcilla a un hombre del pueblo de Jerusalén, de los que en tropel rodeaban la cruz, y se encaminó hacia la escondida fuente. Poco tardó en encontrarla, sintiendo profundo regocijo al pensar que aquella linfa fresquísima calmaría, siquiera momentáneamente, los sufrimientos del mártir. Surtía el chorro, más claro que cristal, de una grieta tapizada de musgo y finos helechos, y el rumor de su corriente lisonjeaba el oído y el corazón. Al recoger en el cuenco de barro el agua, Magdalena notó que estaba fría, helada, casi, y de nuevo se alegró, pensando lo refrigerante que sería para Jesús el sorbo. Con su taza rebosante corrió al lugar del suplicio, y a fuerza de ruegos logró que le permitiesen los sayones amontonar unas piedras y encaramarse hasta acercar el agua a los labios cárdenos del crucificado. Y cuando esperaba verle paladear el agua consoladora, he aquí que Jesús la rechaza, moviendo la cabeza y repitiendo en un soplo imperceptible: «Sed tengo».


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4 págs. / 7 minutos / 74 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Tapias del Campo Santo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre todas las tiendas de que se compone el comercio marinedino, la más humilde, anticuada y estacionaria es la de Bonaret, el quincallero. Increíble parece que el patrón de aquel zaquizamí sea un mestizo de francés y catalán, dos razas tan mercantiles y emprendedoras. Acaso la explicación del problema consista en que dos fuerzas iguales, al encontrarse, se neutralizan.

Para el observador no carece de interés —de interés simpático— la tienda de Bonaret. Contrastando con los magníficos vidrios biselados, los relucientes bronces, las claras bombas de cristal raspado y las barnizadas anaquelerías que poco a poco, van echándose los demás industriales de Marineda, la quincallería conserva sus maderas pintadas toscamente de azul, sus turbios vidrios de a cuarta, su piso de baldosa fría y húmeda, sus sillas de Vitoria y su papel, despegado en parte, de un color barquillo, que el tiempo trueca en tono arcilloso indefinible. El escaparate (si con tanta pompa ha de calificarse la delantera de Bonaret) luce —en lugar de crujientes sedas y muebles terciopelos, cacharros artísticos o sombreros recargados de plumas— algunas sartas de cuentas verdes, cajitas de cartón llenas de abalorio, naipes bastos, tijeras enferrizadas, navajillas tomadas de orín, madejas de felpa y estambre para bordar...: todo atrasado de fecha medio siglo, cubierto de un tul gris por el polvo; en términos, que los ojos perspicaces y burlones de los ociosos marinedinos comprobaron diariamente los progresos del tapiz que tejía una gruesa araña, muy pacífica, en el ángulo izquierdo del escaparate.


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21 págs. / 36 minutos / 58 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Consuelos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y momentáneamente llevó sus hinchados y extraviados ojos hacia la puerta de entrada. Se oía ruido. Era que traían la caja comprada en Areal, y Selme, el cantero, que se había encargado de la adquisición, la depositaba en el suelo, refunfuñando:

—Veintitrés reales... Ni una condenada perra menos... Es de las superiores, bien pintada...

En efecto, el cajón donde iban a guardar para siempre al niño de María Vicenta lucía simétricas listas azules sobre fondo blanco, e interiormente un forro chillón de percalina rosa. No se hacía en Areal nada más elegante. Con extrañeza notó Selme que la costurera no admiraba el pequeño féretro. Acababa de fijar ahincadamente la vista en el jergón donde reposaba el cuerpecito, amortajado con el traje de los días de fiesta y la marmota de lana blanca y moños de colores. Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos. Selme se creyó en el caso de repetir y ampliar su relación.

—Vengo cansado como un raposo. De Areal aquí hay la carreriña de un can. No me paré a resollar ni tan siquiera un menuto, porque te corría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón el de la taberna: «Hombre, echa un vaso, que un vaso en un estante se echa». Pero ni eso, diaño. Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales. Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando como una autómata; fue al cajón de su máquina de coser y, de entre carretes revueltos y retales de indiana arrugados, sacó un envoltorio de papel que contenía calderilla.

—Ahí tienes —dijo, de un modo inexpresivo, al cantero.

Selme desdobló el papel y contó escrupulosamente la suma. Sobraban unas perras; las devolvió, echándolas en el regazo de la costurera, que había vuelto a sentarse.


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4 págs. / 7 minutos / 50 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Inútil

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras sus amos y todos los demás servidores salían por la vetusta portalada tupida de hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor, Carmelo, el mayordomo viejo, experimentaba el mismo recelo de costumbre, siempre que le dejaban así, guardando el pazo, solo, como se deja en un corral a un mastín desdentado y caduco. «¿Y si vienen?», pensaba, rumiando los noticierismos de tertulia aldeana en la cocina y en las deshojas de maíz.

La culpa de semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de largarse a Compostela a consultar con el sapientísimo médico Varela de Montes... Señores y criados se veían compelidos a oír la misa parroquial de Proenza, a dos leguas y media de Valdelor; toda una caminata por despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido de antiguo con don Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de una heredad de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y reponsos, con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo despacioso, los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano saliese hacia Proenza de humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba jubilosa, a lomos de su pollina gris enjamugada de terciopelo granate y con frontelera de lucios cascabeles. Ermitas se reía en las narices de Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.

—¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pasar a las diez de la mañana, con este sol de gloria? ¿Por qué no vienes también a Proenza?

Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblonas, de achacoso, y murmuraba:

—No hay ánimos... Está uno derreado... Y tampoco se podrá dejar la casa sin compaña ninguna.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Mansegura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:

—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para...?

Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:

—¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajante no cierta a poner claro lo que es ese coche de Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo aclararé yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro?


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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