Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán etiquetados como Cuento | pág. 3

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autor: Emilia Pardo Bazán etiqueta: Cuento


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La Tentación de Sor María

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siguiendo costumbre tradicional del convento, las monjitas de la Santísima Sangre preparan, adornan y ofrecen a la adoración de los fieles, en el altar mayor, a la hora en que se celebra la misa del Gallo, el Misterio del pesebre y gruta de Belén, donde puede admirarse la efigie del Niño Dios, obra maravillosa de un escultor anónimo.

Más que inerte imagen de madera, criatura viva parece el Niño de las monjas. La encantadora desnudez de su torso presenta el modelado blanco y sólido de la carne. Mollas regordetas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos de rosa en carrillos, codos y rodillas, picardía angelical en la expresión de los ojos y en la cándida risa, naturalidad sorprendente en la actitud, que se diría de tender las manos al pecho maternal..., así es el Niño, y por eso las monjitas, cada vez que le visten y enfajan, cada vez que le reclinan en la paja y el heno aromático de la humilde cuna, exclaman, enternecidas y embelesadas:

—¡Ay mi divino Señor! ¡Pero si es un pequeñito de veras!


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3 págs. / 6 minutos / 53 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Medias Rojas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando la razapa entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillo dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para sopla y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...

—¡Ey! ¡Ildara!

—¡Señor padre!

—¿Qué novidá es esa?

—¿Cuál novidá?

—¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.

—Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.


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2 págs. / 4 minutos / 566 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Duro Falso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo —¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!—. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro…

¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

—¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano… ¡Pum!


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4 págs. / 8 minutos / 225 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Escapulario

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Ketty? ¿Ketty?

La inglesa despertó, se frotó los ojos y murmuró, sonriendo cándidamente:

—What is the matter?

—Levántate pronto —articuló una vocecita dulce, un poco puntiaguda—. Aquí está lo que me dijiste que le pidiese a Ramiro...

El salto elástico de la miss fue como el de una gata joven. Diez minutos después, habiendo dejado el lecho, estaba ya muy alisada, vestido el jersey, derecho el almidonado cuellecito blanco. La señorita Leonor sonreía, enseñándole los trozos de papel-cartón, en que un cromo modernista representaba una pareja, enlazada para el tango argentino.

Eran billetes para el baile que en el Real patrocinaba la elegante sociedad Smart Club, o por mejor decir, algunos de sus miembros gallardos y calaveras. Se jactaban de que concurrían todas las mujeres guapas de Madrid, lo cual significaba que irían todas las alegres, guapas o feas. Y Ketty, la carabina de la hija de los duques de la Morería, lograba con esos billetes lo que tramaba desde tiempo atrás: la complicidad de su señorita, tenerla sujeta, convertida en amiga complaciente. Aquella hija de Albión, de tez nacarada por las nieblas, de pelo dorado cenizoso, que colgaba en su habitación los retratos de los reyes de Inglaterra y una copia de la Concepción de Murillo, era lo que se llama una mezcla explosiva. La conocían bien los que en Madrid cultivan el género, y hasta le habían puesto un apodo: «Pólvoranieve». Los únicos que no se habían enterado eran los señores duques, ocupado él en derrochar su hacienda en sports, y ella en prácticas devotas, muy loables, pero no tanto como lo fuera el acompañar a su hija, en vez de fiarla a la fe británica.


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4 págs. / 7 minutos / 129 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Árbol Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la pareja, que furtivamente se veía en el Retiro, les servía el árbol rosa de punto de cita. «Ya sabes, en el árbol...»

Hubiesen podido encontrarse en cualquiera otra parte que no fuese aquel ramillete florido resaltando sobre el fondo verde del arbolado restante con viva nota de color. Sólo que el árbol rosa tenía un encanto de juventud y les parecía a ellos el blasón de aquel cariño nacido en la calle y que cada día los subyugaba con mayor fuerza.

Él, mozo de veinticinco, había venido a Madrid a negocios, según decía, y a los dos días de su llegada, ante un escaparate de joyero, cruzó la primera mirada significativa con Milagros Alcocer, que, después de oída misa en San José, daba su paseíllo de las mañanas, curioseando las tiendas y oyendo a su paso simplezas, como las oye toda muchacha no mal parecida que azota las calles. El que la mañana aquella dio en seguir a Milagros a cierta distancia, y al verla detenerse ante el escaparate se detuvo también en la acera, nada le dijo. Mudo y reconcentrado, la miró ardientemente, con una especie de fuerza magnética en los negros ojos pestañudos. Y cuando ella emprendió el camino de su casa, él echó detrás, como si hiciese la cosa más natural del mundo, y hasta emparejó con ella, murmurando:

—No se asuste... Sentiría molestar... ¿Por qué no se para un momento, y hablaríamos?

Ella apretó el paso, y no hubo más aquel día. Al otro, desde el momento en que Milagros puso el pie en la calle, vio a su perseguidor, sonriente, y vestido con más esmero y pulcritud que la víspera. Se acercó sin cortedad, y como si estuviese seguro de su aquiescencia, la acompañó. Milagros sentía un aturdido entorpecimiento de la voluntad: sin embargo, recobró cierta lucidez, y murmuró bajo y con angustia:

—Haga usted el favor de no venir a mi lado. Puede vernos mi padre, mi hermano, una amiga. Sería un conflicto. ¡No lo quiero ni pensar!


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5 págs. / 8 minutos / 105 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Náufragas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.

Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.

Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...

Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.

¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.


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6 págs. / 10 minutos / 103 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Esqueleto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al saber Mariano Gormaz cómo su amigo Carlos Marañón se encontraba recluido en una de esas que por ironía del lenguaje se llaman casas de salud, corrió a visitarle, ansioso de ver si cabía esperanza. Regresaba Mariano de un largo viaje al extranjero, y el cariño que profesaba a Carlos se despertó violentamente con las tristes noticias. ¡Loco! ¡Loco! Imposible. Sería pasajero achaque, melancolía originada por desengaños amorosos, quebrantos en la hacienda, alguno de esos golpes que momentáneamente pueden ofuscar la razón más clara y firme… Seguro se creía Mariano de que al acercarse al amigo lograría disipar las nieblas que le oscurecían el cerebro, arreglar los asuntos origen de su preocupación y traerle de nuevo a la vida de los que andan por el mundo al parecer muy cuerdos, aunque Dios sabe lo que se diría a mirarlo despacio y bien…

Con estos propósitos franqueó Mariano la verja del hotelito, cruzó el jardín, y en una sala alhajada con alarde de buen gusto, que adornaban grabados ingleses representando escenas de Hamlet y del Quijote —los dos ilustres dementes de la literatura—, encontró al enfermo. Iba a estrecharle en sus brazos; pero Carlos le acogió mostrando la frialdad, la extinción de los afectos que caracteriza ciertos períodos de los trastornos mentales.

Al yerto «Hola, Mariano» del loco, respondió el cuerdo con extremos y muestras de ternura y alegría; su terror era que Carlos ni aun le reconociese. Y como si aquel calor derritiese el hielo, empezó Carlos a responder a las demostraciones, a pagar las caricias, y su faz demacrada se animó con ese reflejo de actividad psíquica, que es la hermosa luz de la conciencia.


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4 págs. / 8 minutos / 99 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Maga Primavera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Me tocó en la frente con su varita; desperté y contemplé un espectáculo digno de ser cantado por millonésima vez, después de tanto como ya lo han ensalzado los poetas.

Era el deshielo. De los montes fluía derretida y apresurada la nieve. Al resbalar por las laderas, iba cubriéndolas de vegetación: los gérmenes, estremecidos por la dulce humedad, bullían impacientes y rompían la negra costra de la tierra, vistiéndola un manto de terciopelo verde y afelpado, tupido y rozagante, que convidaba al sesteo y al idilio. En los vallecillos, bien resguardados del cierzo, que recogen el sol y lo beben con avidez, los frutales estaban literalmente bordados con flecos y moñitos de flor a la orilla de cada desnuda rama. No parece sino que murmuraban los cerezos y los manzanos: «En nosotros madrugan la poesía y la belleza. Nos envolvemos en esta delicada y primorosa túnica de encaje, antes de echar la hoja que ha de proteger el sabroso fruto. Prematuramente nos engalanamos; nuestras ropas de cristianar duran poco y en nuestra friolera blancura, en el tierno sonrosado de nuestras mejillas, en nuestra enfermiza precocidad, hay todavía mucho de la melancolía del invierno y de la nostálgica impresión de los días cortos. Así que llegue el estío nos verán robustos y sanotes, cargados de fruta».


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Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.

El Aviso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No desconfiemos nunca —decía el padre Baltar, curtido ya en las lides del confesionario—, no desconfiemos nunca de la salvación de un alma, porque sería desconfiar también, ¡qué horror y qué absurdo! de la inefable Misericordia. ¿No han oído ustedes de unos granitos de trigo que se encontraron en el fondo de las Pirámides, allá en la cámara sepulcral de los Faraones, donde al parecer sólo existía la lobreguez de la muerte? Pues alguien que pasó por loco sembró ese trigo, y el grano, con sus dos mil años de fecha, germinó, echó espiguita y de aquella espiguita pudo amasarse una hogaza de pan. ¿Qué digo «pan»? ¡Se pudo amasar «una hostia», el cuerpo de Cristo sacramentado! Si los que registramos las tinieblas de las almas, que a veces son cámaras sepulcrales con hedor de muerte, dejásemos apagarse la lámpara de la esperanza, ¿qué haríamos?... ¡Sentarnos a llorar en las tinieblas!

Voy a referirles a ustedes —prosiguió— un sucedido, que puedo contar porque no lo aprendí en los dominios del sigilo absoluto, o sea en la confesión. El mismo protagonista de la historia se la confió a algún amigo, y aunque no hemos de considerarla pública, tampoco es hoy ningún secreto.


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5 págs. / 10 minutos / 48 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Conjuro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.

Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.

Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.

Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.

La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.


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2 págs. / 4 minutos / 547 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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