Se encontraron las dos hadas a orillas de una presa de molino, la más
encantadora que puede soñarse. El agua era fina, pura, bajo el
espumarajeo que levantaba la rueda, y en la superficie, en los momentos
de calma, las efímeras, en un rayo de sol, tejían sus contradanzas, y
las argironetas o arañas acuáticas jugaban, con sus luengas patitas, a
ver quién rasaba el agua con más agilidad y presteza. Espadañas
lanceoladas y poas de velludo marrón revestían las márgenes. Flores no
había, porque era invierno; caía la tarde del 31 de diciembre.
Al verse, las hadas se sonrieron como buenas amigas. Representaban,
sin embargo, dos cosas en apariencia inconciliables: la una era el hada
de la vida, y la otra el hada de la muerte.
—Hemos llegado al mismo tiempo —dijo la rosada a la pálida—. ¡Y
cuidado que tenemos quehaceres las dos! Crece tanto el género humano,
que no se sabe cómo hacer para atender a todo. Yo he solicitado del Ser
Supremo unas hadas auxiliares...
—¡Qué casualidad! —exclamó la descolorida—. Yo lo mismo. Pero, a
pesar de eso, no puedo descansar ¡buenas cosas harían si me descuidase!
He de andar siempre vigilando, y a ti, hermana, te sucederá dos cuartos
de lo mismo.
—¡Vaya! ¡Cualquiera se fía! Hay que ocuparse en persona, sobre todo
en caso como éste. Ahí, detrás de esta puerta carcomida, en el molino
antiquísimo de la Eternidad, va a expirar el año viejo y a nacer el
nuevo. La pobre, caduca Eternidad (entre nosotros sea dicho, hermana),
creo que ya no está para estos trotes. ¡Muchos años dura la faena de la
infeliz! Nadie ha podido contar el número de sus hijos: mejor se
contarían las arenas del mar y el polvillo cósmico del firmamento...
—Pues el caso es que parece una muchachita, declaró alegremente el hada de la vida.
—¡Sí, fíate de apariencias!, marmoteó la fúnebre.
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