Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán publicados el 3 de octubre de 2018 | pág. 5

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 03-10-2018


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La Aventura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel don Juan de Meneses, el Tuerto, el que se trajo de las Indias un caudal, ganado a costa de trabajos terribles, envejecía en su palacio sombrío, entre su esposa doña Claudia, de ya mustia belleza; su hijo, el clérigo corcovado, y su hija doña Ricarda, de gentil presencia, pero fantástica y alunada, de genio raro y aficiones incomprensibles.

Desde los primeros años había revelado doña Ricarda un desasosiego y una indisciplina, más propia de muchacho que de bien nacida doncella; y mientras don Juan rodó por tierras lejanas, casi fabulosas, su hija correteaba por las eras, en compañía de gente de baja condición, gañanes y labriegos; los ayudaba en las faenas, y hasta tomaba parte en los juegos de guerras y bandos, manejando la honda con igual destreza que un pilluelo. Cuando su padre regresó, con hacienda y un ojo menos, que le reventó la punta de pedernal de la flecha salvaje, a fuerza de represiones se consiguió sujetar a la chiquilla, y que no pusiese los pies fuera de casa, según corresponde a las señoras de alta condición, sino para ir a misa o en algún caso extraordinario, y acompañada y vigilada como es debido.

No tuvo la joven hidalga más remedio que acatar las órdenes paternales, que no era don Juan hombre para desobedecido; pero con el retiro y la quietud, que consumían su bullente sangre, dio en maniática y antojadiza y en cavilar más de lo justo. No eran de amor sus cavilaciones, sino de afanes insaciables de espacio, libertad y movimiento —lo único que le negaban—. Los padres compraban a su hija costosas galas, collares y gargantillas de oro y piedras, sartas de perlas; pero la hacían estarse horas y horas en el sitial, cerca de la chimenea, en invierno; en la saleta baja, de friso de azulejos, en verano; y doña Ricarda contraía pasión de ánimo secreta, que ocultaba con la energía para el disimulo que caracteriza a los fuertes.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Charca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Este baile del Real, que de otro modo sería uno de tantos, vulgar como todos, asciende a memorable por lo que aún se discute si fue ilusión de fantasías acaloradas por libaciones, alucinación singular de los ojos, broma lúgubre de algún desocupado malicioso o farsa amañada por los concurrentes —aun cuando esto último parece lo más inverosímil, por la imposibilidad de que se pusiesen de acuerdo tantas personas extrañas las unas a las otras para referir un enredo sin pies ni cabeza.

Lo que afirmaron haber visto, visto por sus ojos, no duró más que, según unos, media hora, y, según otros, veinte minutos. Empezó a las tres en punto, y cesó cuando hubo sonado la media.

A tal hora, si bien es la más animada de locuras, hállase ya cansado el cuerpo, turbia la vista, no quedando en el salón los que van «a dar una vuelta», sino sólo los verdaderos aficionados incorregibles. No obstante, redobló de pronto el lanzamiento de serpentinas y cordones y gasas de colorines que envolvía las barandillas de los palcos y tapizaba el suelo; y al caer las tres campanadas llamó algo la atención el ingreso, en dos palcos antes vacíos, de un grupo de máscaras. Las damas lucían dominós de gro y moaré, con encajes, y la capucha que cubría su cabeza era de anticuada forma; los caballeros también vestían capuchones negros, de rico raso, con lazos de colores en los hombros. Los pliegues de los disfraces caían lánguidos sobre los cuerpos de los enmascarados, como si estuviesen colgados de una percha. Se diría que flotaban, que no cubrían bulto alguno.

Los que lo notaron observaron también que las enguantadas manos de las máscaras, apoyadas en el reborde del palco, bailaban en los guantes de cabritilla, blancos y color paja, tan cortos que no pasaban de la muñeca. Hubo quien afirmó que, donde cesaba el guante, en lugar del brazo redondo o fuerte, sólo se veía un hueso color de marfil, un hueso mondo y lirondo.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Cordonera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todos la recuerdan, porque vivió muchos, muchos años, y tres generaciones la han visto envejecer lentamente, en su tienda angosta, entre rollos de estambre, piezas de pasamanería, rechamantes galones de oro y plata para casullas, y sartas de almas de bellotas, de madera torneada, que, colgadas de clavos, producían, al entrechocarse, un castañetear de huesecillos de muertos.

Se le conocía perfectamente que debía de haber sido muy hermosa... ¿Cuándo? Aquí empezaban las vaguedades y hasta las contradicciones de una historia que nadie sabía bien, porque nunca se cuidó nadie de averiguarla con puntualidad.

¿Contaría setenta, setenta y seis, ochenta, la mujer que, invariablemente, a la misma hora de la mañana, abría su establecimiento, se sentaba, muy alisado ya el pelo gris, detrás del mostrador, y esgrimiendo unas agujas relucientes por el uso, poníase a hacer media, interrumpiendo su labor si entraba un cliente, con resignación monótona y forzada?

No se podía fijar edad estrictamente a un rostro que había conservado su regularidad escultural, y a un cuerpo todavía derecho, todavía con curvas ricas y nobles. La ancianidad no es cosa que se oculte; pero, sin duda, hay personas que la disimulan, no con afeites ni retoques, sino por benignidad especial de la naturaleza, hasta muy tarde.

Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción —el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo— semejaba, de golpe, rejuvenecida.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Las Armas del Arcángel

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Viendo desde el alto Empíreo cómo la iniquidad crecía sobre la tierra, el arcángel San Miguel se quemaba, literalmente, de indignación: su cuerpo era una brasa, su cabellera rubia un sol irritado.

—Señor —suplicó—, permíteme combatir la iniquidad.

Entre nubes de ópalo apareció la amorosa faz de Cristo, y su sonrisa irradió como cifra de la bondad suprema.

—Ve —respondió— sin armas.

¿Desarmado? El batallador no comprendía. Las armas eran su orgullo, su pasión. Y meditando en la extraña orden recibida, se lanzó hacia otras regiones del cielo. Un hombre demacrado, vestido de sayal, se cruzó con él. Miguel le detuvo.

—¿Qué piensas de esta orden, hermano Francisco? La medida se ha colmado, el vaso de la ira rebosa; yo siento arder mi sangre; conviene que descienda a cumplir mi antigua misión de exterminio. ¿Cómo la cumplo desarmado? Sin duda ésta es una prueba a que me someten; esto encierra un arcano, y quisiera saber...

Francisco no sacó las manos de las mangas, ni alzó la cabeza sumida en la penumbra de la capucha. Con su hermosa voz musical, limpia y vibrante, de trovador, murmuró:

—Ve desnudo.

Y siguió su camino, sin añadir otra palabra.

Miguel quedó en mayor confusión. Como nadie ignora, el Arcángel, general de las milicias celestes, es un modelo de elegancia guerrera. Con las ricas piezas de su cincelada armadura hacen juego las sedas joyantes de sus túnicas, los brocados de sus mantos, las flotantes garzotas y rizados plumajes de sus cimeras, los broches áureos de sus botines. ¿Desnudo? Eso es bueno para Francisco, el del remendado sayo ceniciento, vestidura de siervo y de mendicante. El radioso Arcángel, el caballeresco paladín de la ardiente espada, ¿qué aventuras puede acometer sin armas y sin galanos arreos?

Y el Arcángel volvió ante el Trono y exoró a Cristo nuevamente.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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