Textos más descargados de Emilia Pardo Bazán publicados el 14 de noviembre de 2020 | pág. 6

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 14-11-2020


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El Baile del Querubín

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi infancia ha sido de las más divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso, amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí, sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos pelucones. Próxima a nuestra morada —si bien con fachada y portal a otra calle— hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo otorgándole descendencia numerosa —nueve éramos nosotros, cinco hermanos y cuatro hermanas—. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce el aburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras, disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus correteos.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 61 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Curado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al salir el médico rural, bien arropado en su capote porque diluviaba; al afianzarle el estribo para que montase en su jaco, la mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tenían en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cuatro pesos gastados en cosas de la botica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, a ver si hacía un milagriño!

El enfermo, cada día a peor, a peor... Se abría a vómitos. No guardaba en el cuerpo migaja que le diesen; era una compasión haber cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo a la gallina negra, tan hermosa, ¡con una enjundia!, y haber comprado en Areal una libra entera de chocolate, ocho reales que embolsó el ladrón del Bonito, el del almacén... Ende sanando, bien empleado todo..., a vender la camisa!... pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los ojos!... ¡Y era el hijo mayor, el que trabajaba el lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escribir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los caminos, a pedir limosna!

Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la mujerona entró, cerró la cancilla, no sin arrojar una mirada de odio al médico que, indiferente, se alejaba al trotecillo animado de su yegua. Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de trigo anual; no costaban nada sus visitas..., pero, ¡cata!, ellos se hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad, si cuadra..., ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel, otra recitiña, que sabe Dios lo que importaría, además del viaje a Areal, rompiendo zapatos y mojándose hasta los huesos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuatro Socialistas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por extraordinario, estaba la mar como una balsa de aceite. Las olas, de un verde vítreo alrededor de la embarcación, eran, a lo lejos, bajo los rayos del sol, una sábana azul, tersa y sin límites. La hélice del vaporcillo batía el agua con rapidez, alzando, entre olores de salitre, espuma bullente y rumorosa.

De los pasajeros que se habían embarcado en Cádiz con rumbo a las africanas costas, cuatro, agrupados en la popa, conversaban. No se ha visto cosa más heterogénea que las cataduras de los cuatro. Uno era membrudo y rechoncho, y a pesar de vestir la holgada blusa del obrero, a tiro de ballesta se le conocía ser de aquellos del brazo de hierro y de la mano airada, y que había de caerle bien a su tipo majo el marsellés y el zapato vaquerizo. Gastaba aborrascadas patillas negras, y chupaba un puro grueso y apestoso. El otro, caballero por su ropa, y por sus trazas, era alto y descolorido, de cara inteligente y seria; sus ojos miopes, fatigados, de rojizo y lacio párpado, los amparaban lentes de oro. El tercero era un viejecito, tan viejecito, que le temblaba la barba al hablar, y la falta de diente le sumía la boca debajo de la nariz; y si no mentía el burdo sayalote negruzco, el manto de la misma tela y color, con cruz roja, el cordón de triple nudo y las sandalias, pertenecía a alguno de los numerosos colegios de Misioneros Franciscanos establecidos en el litoral de África. El cuarto..., es decir, la cuarta, llevaba el desarirado hábito de las Hermanitas de los Pobres; era joven, coloradilla, de cara inocentona y alegre, parecida a la de ciertas efigies de palo que se ven en los templos de aldea. El obrero estaba sentado sobre un fardo, con las piernas muy esparrancadas; los demás, de pie, reclinados en la borda.


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Dominio público
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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Coleccionista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al notar los vecinos que la puerta no se abría, como de costumbre, que la vejezuela no bajaba a comprar la leche para su desayuno, presintieron algo malo; enfermedad grave y repentina, muerte súbita quizá..., ¿tal vez crimen?

Llamaban de apodo a la mendiga —a quien, por cierto, se le conocía muy bien que había tenido otra posición en otros días— la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía lo que veía al alcance de sus uñas, sin más fin que ocultarlo en su nido. La Urraca —cuyo nombre verdadero era Rosario— no hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública.

Algunas excelentes albanas recordaba y podía inscribir en sus fastos la vieja, conseguidas al mendigar ante la portezuela de los coches particulares. Al subirse las señoras, al bajarse, son frecuentes las pérdidas de bolsos, saquillos, tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menudencias.

Rosario, «tía Rosario», como le decían las vecinas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer el objeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso de que lo restituyese. Había tocado el barro del arroyo, y para la gente del arroyo era. Aparte de este criterio, a la Urraca se le podían fiar miles de pesetas; cada uno entiende la probidad como la entiende.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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