Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán publicados el 14 de noviembre de 2020

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 14-11-2020


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Vampiro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo —distante tres leguas de Vilamorta— bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Náufragas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.

Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.

Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...

Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.

¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Geórgicas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente, amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.

Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.

No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si fuesen a santiguarse...; pero no hubo más entonces.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Accidente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En Verso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por tercera vez escribió el soneto, y, paseándose majestuosamente, lo declamó. Luego, meneando la cabeza, volvió a sentarse. Apretaba en la mano el papel y, sin soltarlo, reclinó la pensativa cabeza sobre el pecho. Un suspiro profundo se exhaló por fin de su boca, contraída de amargura. Arrugó convulsivamente en la mano donde aún lo conservaba el borrador, lo arrojó hecho un rebujo informe sobre la mesa y volvió a levantarse y a recorrer el cuarto, no ya al amplio paso rítmico de los lectores en voz alta, sino con el andar agitado y desigual de los momentos en que la locomoción no llena más fin que desahogar la excitación nerviosa.

—¡Otra vez, otra vez la convicción se imponía! Él no era poeta, ni lo sería jamás... No, no lo sería, aunque gastase en procurar serlo las horas febriles de sus noches, las rosadas auroras de sus días, la clama misteriosa de sus tardes y toda la savia de su cerebro y todas las emociones profundas de su corazón... Porque ahí estaba lo desconsolador, lo terrible: que en su corazón había emociones, en su fantasía plasticidades, galas y espejismos, más de los necesarios para dar materia a los versos... Y apenas este contenido de su alma quería bajar a la pluma, expresarse por medio de la rima, era lo mismo que si un chorro de agua fresca hubiese caído sobre la arena del desierto: ni señales.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Leliña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que salían los esposos en su cesta, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo o piedra, el hito que señala una demarcación, o el crucero cubierto de líquenes y menudas parasitarias. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

—Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho! En este momento, el sol la hiere de frente... Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares —¡a veces en los cubiles y cuadras del ganado!— y comía..., si le daban «un bien de caridad».

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir!

Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia, allí se moriría de hambre.


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El «Xeste»

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alborozados soltaron los picos y las llanas, se estiraron, levantaron los brazos el cielo nubloso, del cual se escurría una llovizna menudísima y caladora, que poco a poco había encharcado el piso. Antes de descender, deslizándose rápidamente de espaldas por la luenga escala, cambiando comentarios y exclamaciones de gozo pueril, bromas de compañerismos —las mismas bromas con que desde tiempo inmemorial se festeja semejante suceso—, uno, no diré el más ágil —todos eran ágiles—, sino el de mayor iniciativa, Matías, desdeñando las escaleras, se descolgó por los palos de los mechinales, corrió al añoso laurel, fondo del primer término del paisaje, cortó con su navaja una rama enorme, se la echó al hombro, y trepando, por la escalera esta vez, a causa del estorbo que la rama hacía, la izó hasta el último andamio, y allí la soltó triunfalmente. Los demás la hincaron en pie en la argamasa fresca aún y el penacho del xeste quedó gallardeándose en el remate de la obra. Entonces, en trope, empujándose, haciéndose cosquillas, bajaron todos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Calavera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El chiflado habló así:

—Desde que, por imitar a Perico Gonzalvo, que la echa de elegante y de original, puse en mi habitación, sobre un zócalo de terciopelo negro, la maldita calavera (después de haberla frotado bien para que adquiriese el bruñido del marfil rancio), empecé a dormir con poca tranquilidad, y a sentirme inquieto mientras velaba. La calavera me hacía compañía y estorbo, lo mismo que si fuese una persona, y persona fiscalizadora, severa, impertinente, de esas que todo lo husmean y censuran nuestros menores actos en nombre de una filosofía indigesta y melancólica, de ultratumba. Cuando por las mañanas me plantaba yo frente al espejo para acicalarme, tratando de reparar, dentro de lo posible, el estrago de los cuarenta en mi rostro y cuerpo, no podía quitárseme del magín que la calavera me miraba, y se reía silenciosa y sardónicamente cada vez que aplicaba yo cosmético al bigote y traía adelante el pelo del colodrillo para encubrir la naciente calva. Al perfumar el pañuelo con esencia fina, al escoger entre mis alfileres de corbata el más caprichoso, oía como en sueños una vocecilla estridente, sibilante, mofadora, que articulaba entre la doble hilera de dientes, amarillos todavía, implantados en las mandíbulas: «¡Imbéciiil de vaniiiidoso!» Será una tontería muy grande; pero lo cierto es que me molestaba de veras.


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La Capitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.

Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.


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Agravante

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo —a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni— aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.

Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente —sin abanico no hay chino— y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.


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