Textos peor valorados de Emilia Pardo Bazán publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 3

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 27-02-2021


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El Panteón de los Años

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Allá donde las eternas nieves cubren, como un casquete de plata, la extremidad de la tierra, y existen soledades dilatadísimas, sin rastros de vida, no ya humana, sino de toda clase, con gigantescos bloques de hielo, se ha formado el eterno edificio.

Se alzan colosales sus bóvedas transparentes, y su estilo arquitectónico recuerda en gran parte el de las construcciones atribuidas a los cíclopes. La puerta, la única puerta, es baja, y no existen ventanas, ni cornisas ni adornos. Dentro, salas y más salas, y, abiertos en el mismo hielo, nichos donde descansan los años difuntos. Fue el Padre Tiempo, el viejo temeroso, el siempre joven interiormente, el que se renueva a medida que se consume, quien trazó el plano y erigió los muros deslumbradores de este edificio misterioso, para dar en él sepultura magnífica a sus hijos, según van precipitándose en el abismo del no ser.

Millones de años yacen allí, y el mayor número ha transcurrido sin dejar huellas en la memoria de nadie. Antes de que el hombre, en el período del último terciario y el primer cuaternario, hiciese su aparición sobre la tierra, años infinitos, que no es posible calcular, habían caído silenciosamente en la fosa común, como caen las hojas en las grandes selvas desconocidas, y se amontonan formando capas de mantillo, donde brotará nuevos gérmenes. Padre amoroso, aunque devore a su progenie por necesidad ineludible, el barbado Kronos recogió a esos años oscuros y sin historia, y los llevó al palacio fúnebre y glacial. Ninguna inscripción señaló el sitio que ocuparon. Eran los años anónimos, en que todo fermentaba para las evoluciones y los cataclismos futuros.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

En su Cama

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Salvador Torrijos era muy considerado en la ciudad de Ansora, donde ejercía la Medicina. Se le auguraba un gran porvenir en su profesión. Sin embargo, se le tenía un poco de miedo. A cada enfermo que asistía, se enteraba Ansora de alguna novedad extranjera, aplicada por primera vez. Corría la voz de que hacía experimentos peligrosos. Y la eterna discusión entre los partidarios de los sistemas consagrados y conocidos y los perseguidores de la última moda, se enredaba en el café del Norte, mentidero de la ciudad, y en el Casino, disputadero universal, muy acaloradamente.

Salvador, por lo regular, no concurría al Casino ni al café. No era que desdeñase la distracción; pero no tenía tiempo disponible, pues entre la clientela y la lectura incesante de revistas y obras técnicas, no le sobraba un minuto. Sólo los domingos se dejaba arrastrar a unas partidas de ajedrez con su futuro cuñado, el teniente de Infantería Mauricio Romeral, con quien había hecho, desde el primer instante, excelentes migas.

También el padre de su novia, el opulento D. Darío Romeral, fabricante y contratista de paños, le trataba ya como a hijo, y le había confiado sus temores de que aquel mala cabeza de Mauricio se emperrase en ir destinado al África.

—Disuádele tú —repetía—. Ya que no hemos podido reducirle a que siguiese otra carrera menos peligrosa, siquiera, que no corra el albur sin necesidad. Cuando le toque, bueno, hombre, habrá que aguantarse; pero eso de buscar ruido por gusto… Nada, nada, a ti te encargo de que me lo sosiegues… ¡Que se eche novia, que se case él también, ea, a ver si así…!

Unas lágrimas de Camilita, la prometida del médico, esforzaron más la pretensión del padre.


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Femeninas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una vez que el itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión— ¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo Carolina Vélez Puerto?

—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.

Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada, había puesto ante su amor sus votos de religiosa.

El convento se encontraba sobre la villita y producía una impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas, negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.

Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.

—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.

Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.

La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá sor Trinitaria con la madre abadesa».

Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:

—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.


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El Honor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Norberto tenía amor propio profesional. No era sólo la necesidad de ganarse la vida lo que le sujetaba su oficio de cocinero. Un elogio, la seguridad de haber estado a su altura, valían para él tanto o más que el sueldo, no escaso, que ganaba. Recreábase, con regodeo de artista, en los platos, en las salsas, en las combinaciones que a veces hasta tenía la gloria de inventar. Su pundonor llegaba al extremo de dormir mal el día en que pensaba haber echado a perder un guiso.

Especialmente cuando el señor marqués de Cuéllares convidaba a algunos amigos, preocupábase Norberto de que todo saliese al primor. Así le había sucedido aquella noche de Jueves Santo, en que lo más demostrativo de la superioridad de un jefe, una comida suntuosa de vigilia, afirmaría una vez más sus aptitudes.

Metido en faena, calado el limpio gorro blanco, ceñido el delantal sobre la panza, que empezaba a redondearse, daba vueltas Norberto, atendiendo a que el envío fuese perfecto, ya que los platos, sin duda, lo eran. La oportunidad en trinchar y mandar a la mesa bien presentado, competía en él con la ciencia de la preparación de los manjares. Estaba satisfecho de la sopa bisque, alta de sabor, propia para comida de solteros, que tienen el paladar refinado, y hasta quizás estragado; y creía haberse sobrepujado a sí mismo en la trucha a la Chambord, en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas, las quenefitas de puré de pescado, las ostras y las colas de cangrejo colocadas simétricamente. En esta tarea se enfrascaba, cuando uno de los pinches se le acercó con una especie de murmurio misterioso:

—Ahí está… Dice que quie pasar…

No debía ignorar Norberto a quién se refería el recado, porque no preguntó, y se limitó a encogerse de hombros, silabeando desdeñosamente:


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El Morito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se habló un poco de él, cuando vino aquella embajada del Sultán, que se dio en Madrid buena vida, tan pronto a su manera como a la nuestra, largos meses.

Era este moro bello ejemplar de raza, alto, cenceño, de acusadas y correctas facciones semíticas, de ojos como pájaros sombríos y de pies chicos como cascos de corcel árabe; las blancas telas que envolvían su cuerpo formaban alrededor de él una aureola de limpieza elegante, porque Hafiz, así le llamábamos sus amigos españoles, era moro currutaco, dado a abluciones y cuidados de tocador, sin que para ello hubiese menester acordarse de los preceptos del Profeta.

He dicho sus amigos españoles, y lo repito, porque los tuvo aquí a docenas a poco de su llegada. Hablaba nuestra lengua con acento dulce, caídas graciosas y ligeras imperfecciones; no ignoraba el francés, y se puso de moda, porque demostró, desde el primer momento, vivo deseo de enterarse de nuestras costumbres, de empaparse en nuestra civilización. Lo que iba viendo le sugería dichos oportunos, críticas sin dureza que todos celebrábamos, y a las cuales muchas veces asentíamos. Así es que Hafiz, convidado y sin gastar un céntimo, iba a todas partes y había siempre sitio para él en palcos y coches.

Naturalmente, dada nuestra manera de ser nada nos preocupaba como la cuestión de amoríos. Hafiz tenía partido con las mujeres, pero ya se adivina con cuales. Dígase lo que se diga, las señoras no suelen beber los vientos por moros ni por gente exótica, y Hafiz, si recogió en los salones amables sonrisas y ojeadas de curiosidad, no cosechó la flor de granado del amor de la cristiana, caso digno de ser contado en romances y llorado en endechas. Pero, en otras esferas, no pudo quejarse el infiel. Es decir, le oímos un día lamentarse, sí, del exceso de felicidad… Y como le dijésemos:


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El Zapato

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando oigo decir que el amor es felicidad, siento tentaciones de responder inmediatamente: «Sí, con tal que no anden por medio los celos, porque los celos son una enfermedad ridícula y a la vez dolorosa, de ésas en que se oculta el dolor por no provocar la risa y en que falta el consuelo de la queja». Y, en efecto, habiendo sido toda mi vida invenciblemente celoso cuando he amado, declaro que las únicas temporadas en que no he sufrido grandes amarguras han sido aquéllas en que no amé. Sólo entonces he gustado los frescos y naturales sabores del vivir, y sólo entonces he prosperado, porque aplicaba mi actividad a cosas distintas de estar día y noche pendiente de lo que puede ocurrir en otra alma humana, selva oscura donde penetramos con paso incierto…

Y cuando digo un alma, tal vez debiera expresarme menos espiritualmente, porque los celos, en general, no son delicados, no andan por las ramas de la psicología…

Ello es que mis celos me han hecho pasar ratos horribles, poniéndome en berlina no pocas veces. Y yo tenía la convicción más triste: la de que cuantas reflexiones hiciese, cuantos remedios practicase, cuantas luchas sostuviese conmigo mismo en nombre de mi felicidad y de mi honra social para vencer mis celos o reducirlos siquiera al término de lo semirrazonable, serían el tiempo que perdemos en intentar combatir propensiones más fuertes que la reflexión, que radican en lo profundo de nuestro instinto…

Recuerdo siempre la aventura que tanto hizo reír a cuenta mía, y fue, por cierto, una de las primeras, puesto que contaba veintitrés años cuando me ocurrió.

Estaba yo entonces en relaciones amorosas con la que hoy llama todo el mundo la Cerezal, suprimiéndole familiarmente, como suele hacerse en Madrid, su título de marquesa.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Hombre-cerdo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sería muy largo de contar por qué una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar al caso ignominioso de ser conocida por Durof —Durof significa tonto en ruso— y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.

Si hacer una cosa, cualquiera que sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña. Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato, de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar», son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles, inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un raciocinio, y sugiere lo que no aclara.


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El Cabalgador

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En las cercanías de Toledo, donde prados verdes y grupos de arbustos floridos recuerdan pasajes de novelas pastoriles, hay un huerto con su pozo y noria de traza árabe, y en el huerto, un rincón poblado de clavellinas rojas, plantadas en desorden. Dueño de este huerto ha venido a ser mi amigo el pintor Herrera, que cree descender de los antiguos propietarios, unos Herrera hidalgos como el que más, si bien pobres. Después de la reconquista, los Herrera vegetaban en el ocio, y al cabo pasaron a Indias, donde se perdió su huella. Ignoro por qué mi amigo sostiene que es de esos Herrera, y la casa, de la cual hace siglos ni queda rastro, su solar.

De todos modos, Herrera el paisajista construyó al margen del huerto un sencillo edificio cuadrado —tiene el buen gusto de ser enemigo de chalets y cottages—, al cual adosó una torrecilla mudéjar, hecha con restos de otra auténtica. Ello tiene un aire muy toledano y un tanto artístico, y Herrera vive allí dos o tres meses primaverales, con un hortelano y una vieja criada.

Entusiasta de los recuerdos de aquel pedazo de tierra, me ha referido mil veces que el huerto se llamó siempre del «Cabalgador», lamentando no saber por qué… Y no me extrañó recibir un día un telegrama suyo: «Averiguada leyenda huerto, deseo contártela».

Tomé el tren y acudí, ¡porque un capricho…, es lo más sagrado! Despachamos una ligera merienda y salimos al huerto. El artista me llevó hacia el rincón donde florecían las clavellinas, y nos sentamos en un banco de piedra dorada y gastada; la hora de las revelaciones había llegado… Era una de esas tardes de luz rubia y como esmaltada de tonos rosados y ardientes, que sólo existen en Toledo y, más irisados, en Venecia. Las clavellinas, al rayo solar que moría, eran gotas vivas de fresca sangre.


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El Rosario de Coral

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las monjitas del convento de la Humildad fueron testigos de un prodigio más inexplicable que ninguno.

El prodigio, en efecto, no se parecía a los reiterados casos en que la gracia, visiblemente, había descendido sobre el convento.

No era que se hubiese curado súbitamente una monja de inveterada parálisis, ni que hubiese parpadeado la efigie de Nuestra Señora, que todos los años, el día de su fiesta, abre lentamente los ojos y envía por ellos rayos de amor a los que extáticos la miran. Tratábase de un fenómeno extraño, y al parecer sin objeto, porque no edificaba.

Era que las cuentas del rosario de la madre Soledad, hechas de huesecillos de aceituna del Olivete, se iban transformando, poco a poco, en cuentas de coral rojo magnífico, y el engarce, de latón, se volvía de oro afiligranado y brillante.

Cuchicheaban las reclusas a la salida del coro, en las horas del recreo, en el huerto, por los claustros. ¿Se había fijado la madre Gregoria? ¿Era una ilusión de la vista de la madre Celia, con su principio de cataratas? ¿Soñaba la madre Hilaria al asegurar que el año pasado el rosario sólo tenía un diez rojo, y ahora ya era otro diez y las Avemarías?


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El Sabio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Honrad a Indra, el todopoderoso, y después recitad este poema, en el cual hay dulzores y amargores, la esencia de la vida humana!

Sabed que en la sagrada Benarés se celebraron con esplendor las bodas de la virgen Utara y el sabio Aryuna. Queriendo honrar a los novios dispuso el rey de los Matsias grandes festejos. Empezó por reunir toda su corte, y acudieron los dignatarios, reyezuelos y rajaes, cargados de pedrerías, tan refulgentes, que la sala donde se congregaron parecía un firmamento esmaltado de estrellas. Ante aquel concurso lucidísimo se celebró según los ritos el desposorio; las caracolas, los gumuces, los atambores, resonaron estrepitosa y alegremente en torno del palacio; en la pagoda fueron inmoladas en sacrificio gacelas y vacas, y desfilaron ante el pórtico, en vistosa muestra, las tropas, carros, caballos, elefantes con sus torres, arqueros, infantes, el ejército entero del rey. El cual, así que se hubo celebrado el banquete a la puesta del sol, tomó de la mano a la desposada, y le dijo solemnemente:


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