El pueblecillo parecía difumado en sombría bruma y en el aire flotaba
dolor. La escasa gente que se atrevía a salir a la calle iba a tiro
hecho: a buscar remedios, que escaseaban en la botica, o a pedir en el
huerto del conventillo de San Pascual rama de eucalipto, para quemarla
en braseros y cocinas y aprovechar así el más barato y humilde de los
desinfectantes. A la puerta de don Saturio, el médico, había siempre un
grupo que se comunicaba sus cuitas en voz lastimosa y apagada.
—No está... Salió esta mañana cedo, para Lebreira, que muérese el cura...
—Y cuando torne, somos más de cincoenta a lo llamar...
—Yo tengo el padre en las últimas. No sé qué le dar, ni qué le hacer.
—Las dos fillas mías echan la sangre a golpadas.
—Este negro mal les da a los mozos, a los sanos, y nos deja por acá a
los que ya más valiera que nos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño
nos valga, Asús!
El trote cansado de un rocín interrumpió la plática. El médico,
enfundado en recio gabán, calado un sombrerón ya desteñido por las
lluvias, regresaba de Lebreira, y en su rostro, que la mal afeitada
barba rodeaba hoscamente, se leían la inquietud y el disgusto. A las
preguntas de las comadres contestó con un gesto de adustez.
—¿El señor cura? Con Dios, ya desde antes de yo llegar...
Un coro de súplicas se alzó:
—Señor, por el alma de quien más quiera, venga a mi casa.
—Venga antes a la mía, señor, que el marido y el hijo están acabando y no sé cómo valerles...
—A la mía, que mayor desdicha no la haberá...
Rabioso, se apeó el médico, gritó a su criado la orden de recoger el
caballejo a la cuadra, y después de vacilar unos segundos —hubiese
preferido descansar y una taza de café muy caliente— siguió a la que
acababa de alegar la gravedad del marido y del hijo.
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