Textos más descargados de Emilia Pardo Bazán publicados el 27 de octubre de 2020 | pág. 5

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 27-10-2020


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Milagro Natural

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En la iglesuela románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia de la espadaña, fiuncho y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que iban aplastando los gruesos zapatones de los hombres, los pies descalzos de los rapaces. Allá en el altar polvoriento, San Julianiño, el de la paloma, sonreía, encasacado de tisú con floripones barrocos, y la Dolorosa, espectral, como si la viésemos al través de vidrios verdes, se afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas pisoteadas y de las azules hortensias frescas, puestas en floreros de cinco tubos, que parecen los cinco dedos de una mano.

Sin razonar nuestro instinto, deseábamos que la misa terminase.

Al pie del atrio, allende la carcomida verja de madera del cementerio, nos aguardaba el coche —cuyas jacas se mosqueaban impacientes— que iba a reconducirnos, a un trote animado, a las blancas Torres, emboscadas detrás del castañar denso, sugestivo de profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por la puerta de la sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia los fieles, y dijo, llanamente:

—Se van a llevar los Sacramentos a una moribunda.

Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises, consumidas del estiaje y de la calor...

Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La respuesta enigmática del terruño:

—La carrerita de un can...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Más Allá

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era un balneario elegante, pero no de esos en que la gente rica, antojadiza y maniática, cuida imaginarias dolencias, sino de los que reciben todos los años, desde principios de junio, retahílas de verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, a la hora de la consulta, se ven a la puerta del consultorio gestos ansiosos, enrojecidos párpados y señoras de pelo gris, que dan el brazo y sostienen a señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo pronto: aquellas aguas convenían a los tísicos.

Pared por medio estaban los dos. «Ella», la niña apasionada y romántica, la interesante enfermita que, indiferente a la muerte como aniquilamiento del ser físico, no la aceptaba como abdicación de la gracia y la belleza; que a su paso por los salones, cuando los cruzaba con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un murmuro pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el último instante su corona de encantos, que iba a marchitarse en el sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si fuese a dirigir alegre y raudo cotillón. «El», el mozo galán, que había derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las advertencias de la tierna e inquieta madre y la indicación hereditaria de los dos tíos maternos, arrebatados en lo mejor de la edad, hasta que un día sintió a su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el incendio que siempre había consumido su alma.


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Lumbrarada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.

A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.

—Entonces, ¿viene por rama? —preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.

—¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?

—¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.

—¿Paseando con la macheta?

—Bueno, cada persona tiene su gusto...

Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?

—¿Tienes la casa muy lejos?

—¿Por qué me lo pregunta? —articuló ella súbitamente recelosa—. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!

—Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.


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Los Magos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos.

Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos.

«Ahí no encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» —murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas.


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Los Cabellos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era en el doble reducto de la plaza fuerte de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía la casamata, David, extenuado, se sentó a esperar noticias. Más de dos horas hacía que daba vueltas impaciente porque no acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en persona al campo de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no mandar nunca tropas en casos de guerra civil. Si se tratase de combatir a los filisteos y de renovar los laureles de Balparasim, derramando la heroica libación del agua sagrada de Belén, por no aplacar la sed cuando desfallecían los soldados, o de organizar otra batalla de Refaim, donde por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la estrategia; si se encendiese la lucha con los moabitas idólatras y libres, o con los opulentos arameos, o con los insolentes amonitas, que habían ultrajado a los embajadores de Israel, allí estaría David el hondero, el gibor, el aventurero para quien es dulce música, más que el acorde de la cítara, el choque de las armas. Pero oponerse a los suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza para que busque el costado de un amigo, de un pariente, de un compañero, había repugnado a David. Y ahora, en el trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución, que le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la luz de su ojo derecho, su hijo.


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Los Buenos Tiempos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas —antes que las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero estampado que recubrían la pared— un retrato de mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. «Es mi bisabuela doña Magdalena Varela de Tobar, duodécima condesa de Lobeira», había dicho el conde, respondiendo a mi curiosa interrogación, en el tono del que no quiere explicarse más o no saber otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo a mi fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.

Este representaba a una señora como de treinta y cinco años, de rostro prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia de vestir en tan encumbrada señora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto a la garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al conde en qué época habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me contestase sobriamente, señalando el retrato consabido:

—En tiempo de doña Magdalena.


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Los Adorantes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre, desde que nací, he visto adosados a las jambas de la portada principal de la vieja iglesia a los dos adorantes: ella, la santa, envuelta en la plegadura rítmica de su faldamenta de ricahembra; él, el santo, sencillamente extendidas las manos largas y puras, que salen de las mangas de una tunicela, bajo amplio manto multíplice.

La sonrisa, misteriosamente expresiva, no se borra de sus labios de piedra; sus ojos sin pupila no pestañean ni experimentan necesidad de cerrarse para el reposo del sueño en transitoria ceguera, en muerte transitoria.

Los adorantes viven sin interrupción su extraña vida; de día se recogen en majestuosa tranquilidad; de noche, cuando la oscuridad protege su idilio o la luna convierte el pórtico en labor de plata recién fundida, actívase el vivir irreal de las estatuas.

A la primera ligera, fluida caricia de la luna, los adorantes parece que continúan serenos en contemplación; pero observadlos bien: algo estremece los paños de su ropaje; algo vibra en sus manos extendidas para la plegaria; algo muy sutil intenta despegar y agitar sus bucles de granito para que se electricen como las cabelleras vivientes.

Observadles despacio, sí; derramad en vuestra alma oprimida por la carne la esencia del alma de esas místicas figuras, y notaréis que un gran halo sentimental irradia de ellas, de su forma, de sus cabezas sin aureola.

Salid de casa a las horas de soledad, a las horas de silencio y de helada nocturna, o cuando el verano hace azul y tibia la sombra, y considerad fijamente, sentados en el pretil del atrio, a los adorantes, que se miran, que no cesan de mirarse, que se mirarán mientras no sean arrancados de su lugar por los profanadores.

Detrás de la mística pareja, la puerta sombría, cerrada, atrancada, con ese aspecto severo y ceñudo de las puertas enormes, que evocan la inflexibilidad del destino, lo hermético del porvenir, parece una amenaza.


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La Visión de los Reyes Magos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(Los Reyes Magos regresan a su patria por distinto camino del que vinieron, a fin de burlar al sanguinario Herodes. Es de noche: la estrella no los guía ya; pero la luna, brillando con intensa y argentada luz, alumbra espléndidamente la planicie del desierto. La sombra de los dromedarios se agiganta sobre el suelo blanco y liso, y a lo lejos resuena el cavernoso rugir de un león.)

BALTASAR.— (Acariciándose la nevada y luenga barba y moviendo la anciana cabeza a estilo del que vaticina.) No sé lo que me sucede desde que me puse de rodillas en el establo de Belén y saludé al hijo de la Doncella, que me agita un espíritu profético, y siento descorrerse el velo que cubre los tiempos futuros. Este tributo de oro que ofrecía al Niño para reconocerle Rey, ¡cuántas y cuántas generaciones se lo han de rendir! Tributos percibirá, no como nosotros, días, meses y años, sino siglos, decenas de siglos, generación tras generación, y los percibirá de todo el Universo, de toda raza y lengua, de nuevas tierras que se descubrirán para aclamar su nombre. El oro que le he presentado era poco: apenas llenaba el cofre de cedro en que lo traje; y ahora se me figura que se ha convertido en un mar de oro, y veo que al Niño se le erigen templos de oro, altares de oro labrado y cincelado, tronos de oro, en torno de los cuales oscilan blancos flabelos de plumas con mangos de oro, y que ciñe su cabeza una triple corona de oro macizo, también, incrustada de diamantes y gemas preciosas. Olas de oro, fluyendo de los veneros de la tierra corren a los pies del Niño; y lo más extraño es que el Niño los contempla con entristecida cara, y al fin esconde el rostro en el seno de su Madre. ¿Habré obrado mal, ¡oh sabios!, en presentarle oro? ¿No le agradará a la criatura celeste el símbolo de la autoridad real? Temo que mis dones no hayan sido aceptos y mi obsequio pareciese sacrílego.


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La Tentación de Sor María

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siguiendo costumbre tradicional del convento, las monjitas de la Santísima Sangre preparan, adornan y ofrecen a la adoración de los fieles, en el altar mayor, a la hora en que se celebra la misa del Gallo, el Misterio del pesebre y gruta de Belén, donde puede admirarse la efigie del Niño Dios, obra maravillosa de un escultor anónimo.

Más que inerte imagen de madera, criatura viva parece el Niño de las monjas. La encantadora desnudez de su torso presenta el modelado blanco y sólido de la carne. Mollas regordetas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos de rosa en carrillos, codos y rodillas, picardía angelical en la expresión de los ojos y en la cándida risa, naturalidad sorprendente en la actitud, que se diría de tender las manos al pecho maternal..., así es el Niño, y por eso las monjitas, cada vez que le visten y enfajan, cada vez que le reclinan en la paja y el heno aromático de la humilde cuna, exclaman, enternecidas y embelesadas:

—¡Ay mi divino Señor! ¡Pero si es un pequeñito de veras!


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La Señorita Aglae

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Residía yo entonces en mi pueblo natal, puerto de mar donde incesantemente hay salidas de vapores para América, y hacía la vida huraña del que acaba de sufrir grandes penas, y no teniendo quehaceres que le distraigan de sus pensamientos tristes, siente germinar un tedio que parece incurable. En pocos meses había perdido a mi madre y a mi hermano menor a quien quería con ternura, y dueño de mis acciones y solo en el mundo, me había encerrado en mi casa, saliendo rara vez a la calle. De las mujeres huía, y sinceramente pensaba que los golpes sufridos infundían en mi corazón insensibilidad completa.

Paseando una tarde mis melancolías por el muelle, oí una voz conocida, no escuchada desde hacía muchos años, que pronunciaba mi nombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.

—¡Medardo! ¿Tú por aquí?

—¡Jacobito! ¡Otro abrazo!

El que me estrechaba era un hombre todavía joven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje y con ese aire resuelto y animado de las personas emprendedoras que ejercitan sus fuerzas en la concurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo Solana, había sido mi íntimo amigo en Madrid, cuando yo estudiaba los últimos años de carrera, y con él no existían dificultades, pues poseía el don de arreglarlo todo, de sacar rizos donde faltaba pelo y de bandeárselas siempre mejor que nadie, por lo cual yo solía acudir a él en mis apuros estudiantiles. Al volver a verle le encontraba poco variado, siempre con su cara de pascuas, su tipo de aventurero jovial.

En dos palabras me explicó que venía para embarcarse al día siguiente, rumbo a Buenos Aires, donde había arrendado un teatro.

—Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jacobito —murmuró, afectuosamente—. ¿Qué te ha sucedido a ti?...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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