Textos más largos de Emilia Pardo Bazán publicados el 28 de octubre de 2020 | pág. 2

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 28-10-2020


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La Madrina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al nacer el segundón —desmirriado, casi sin alientos— el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre —ilusa como todas—: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:

—¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!

Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.

En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:

—No puede parar en bien caso que empieza en brujería.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Durante el Entreacto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El silencio de la alcoba —silencio casi religioso— se rompió con el sonar leve de unos pasos tácitos y recatados, que amortiguaban la alfombra espesa. El bulto de un hombre se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio cristal. La mujer que velaba el sueño del niño, dormidito entre los encajes de su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así, con precauciones de malhechor.

—¿Traes eso?

—¡Chis! Aquí viene.

—¿Se han fijado?

—Nadie. El portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que venía a ver a la parienta...

—Como de costumbre. ¡Digo yo que no habrán extrañao...!

—Que no, mujer. Ni ¿cómo iban ellos a pensarse...?

—No se les ocurrirá, me parece...

—¡Ea! ¡No moler! ¿Qué se les va a ocurrir, imbécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De un tiempo son y en la cara se asemejan: ¡casualidás!

El hombre se desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, y la lámpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la suntuosa estancia. Forradas de seda verde pálido las paredes; de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo que santificaba aquel nido de amor, y en cuna también laqueada, con pabellón de batista y Valenciennes, la criaturita fruto de una unión venturosa... Los ojos del hombre registraron con mirada zaina, artera, el encantador refugio, y se posaron en el chiquitín, que ni respiraba.

—Desnúdale ya —ordenó imperiosamente a la mujer.

Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un poco y sentía que se le enfriaban las manos, a pesar de la suave temperatura de la habitación.

—Miguel —articuló por fin—, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto es mu gordo, Miguel.


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La Leyenda de la Torre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recompensa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al pie del bosque consagrado a Apolo, allí donde una espesura de mirtos y adelfas en flor oculta el peñasco del cual mana un hilo transparente, se reunieron para lavar sus pies resecos por el polvo Demodeo y Evimio, que no se conocían, y habían venido por la mañana temprano, con ofrendas al numen.

Demodeo era arquitecto y escultor. Muchos de los blancos palacios que se alzaban en Atenas eran obra suya, y se esperaba de él un monumento magnífico en que revelase la altura y el arranque vigoroso de su genio.

Evimio era un opulento negociante establecido en Tiro, que expedía flotas enteras con cargamentos de lana teñida, polvo de oro, plumas de avestruz y perlas, traficando sólo en esos géneros de lujo en que es incalculable el beneficio. Contábase que en los subterráneos de su quinta guardaba tesoros suficientes para costear una guerra con los persas, si el patriotismo a tanto le indujese.

A pesar de su riqueza, Evimio había querido venir al santuario de Apolo sin séquito, como un navegante cualquiera, subiendo a pie la riente montaña, cuyos senderos estaban trillados por el paso de los devotos; y cual los demás peregrinos, había dejado pendientes de una rama sus sandalias, y trepado descalzo hasta el edículo, donde, sobre un ara de mármol amarillento ya, se alzaba la imagen del dios del arco de plata.

Ahora, el millonario y el artista bañaban con igual fruición sus plantas incrustadas de arenas —a cuya piel se habían adherido hojas de mirto— en el hialino raudal y, respirando la fragancia de los ardientes laureles, arrancada por el sol, se comunicaban sus impresiones. Se conocían de nombre y fama, y se miraban, buscándose en la faz la causa de la inspiración del uno y del fabuloso caudal del otro.


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El Peligro del Rostro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El fundador de aquel Imperio turco, que tanto dio que hacer antaño a venecianos y españoles, hasta que logramos contenerle definitivamente en sus fronteras europeas, por medio de la función de Lepanto, fue uno de esos héroes que, dotados de valor sin límites, unía a él —sucede lo mismo a casi todos los superhombres de acción— prudencia y astucia dignas de un discípulo de Maquiavelo, que aún había de tardar en nacer algunos siglos cuando vivió Gazi-Osmán.

Gazi-Osmán no nació en las gradas del trono, y todavía andaba lejos de él al ocurrir la aventura que os refiero. Los cronistas orientales se han complacido en atribuir al fundador del Imperio otomano fabulosos orígenes, remontando su genealogía hasta el diluvio; pero esto sólo prueba que en todas partes pasan las mismas cosas. No por eso se crea tampoco que Osmán hubiese nacido en las pajas: descendía de un general de la Horda, lo cual ya es honorífico. La sangre nómada que latía en las arterias de Osmán, le prestó esa energía de instinto que conduce a acometer sin recelo las más increíbles empresas. Mientras el padre de Osmán ejercía irrisorio poder feudal sobre un pedacillo de tierra, el hijo meditaba en el Imperio magnífico que extendería la palabra y la doctrina del Profeta por Europa y Asia, cogiendo a los perros cristianos entre los brazos de la tenaza del Islam; los africanos por España y los turquestanos desde el canal del Bósforo hasta Transilvania, para avanzar de allí hasta donde fuese preciso.


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Doradores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alrededor de la fábrica —una fábrica elegante, de marcos, molduras y rosetones dorados, en mate y brillo— apostóse el nutrido grupo de huelguistas. A media voz trocaban furiosas exclamaciones y sus caras, pálidas de frío y de ira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolución. Que se preparasen los vendidos, los traidores que iban a volver al trabajo, no sin darse antes de baja en la sociedad El Amanecer.

Algunos de estos vendidos, deseosos de ganar para la olla, habíanse aproximado con propósito de entrar en la fábrica, y ante la actitud nada tranquilizadora del corro vigilante, retrocedieron hacia las calles céntricas. Conversaban también entre sí: «Aquello no era justo, ¡concho! El que quiera comerse los codos de hambre, o tenga rentas para sostenerse, allá él; pero cuando en casa están los pequeños y la madre aguardando para mercar el pedazo de tocino y las patatas a cuenta del trabajo de su hombre... hay que arrimar el hombro a la labor». Hasta hubo quien refunfuñó: «Con este aquél de las sociedades no mandamos, ¡concho!, ni en nosotros mismos...» Melancólicos se dispersaron a la entrada de la calle Mayor para llevar la mala noticia a sus consortes.

Los huelguistas no se habían movido. Nadie los podía echar de su observatorio; ejercitaban un derecho; estaban a la mira de sus intereses. Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvo un esguince de extrañeza al ver venir, de lejos, a una chiquilla rubia —de unos catorce, o que, en su desmedramiento de prole de obrero, los representaba a lo sumo—, y que, ocultando algo bajo el raído mantón, se dirigía a la fábrica de un modo furtivo, evitándolos.

—¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí?

Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelosa de terror. Y, al fin, hollipó:

—¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen!


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Idilio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde la aldeíta de Saint-Didier la Sauve, el soñador y dulce Armando se vino derecho a París. Había estudiado para cura antes de que estallara la revolución, interrumpiendo de golpe su carrera y dejándole sin saber a qué dedicarse. El hábito de la lectura y la timidez del carácter, sus manos blancas y la delicadeza de sus gustos, le alejaban del ejército y de la ardiente y furiosa lucha social de aquel período histórico, lo mismo que de los oficios manuales y mecánicos. De buena gana sería preceptor, ayo de unos adolescentes nobles y elegantemente vestidos de terciopelo y encajes... Pero ahora esos adolescentes, con ropa de luto, lloraban en el extranjero a sus familias degolladas, o ni a llorarlas se atrevían, porque no habían podido emigrar a un país donde no fuese peligroso derramar llanto...

Y el caso es que urgía decidirse a emprender un camino, porque los padres de Armando, aldeanos menesterosos, no estaban dispuestos a mantenerle a sus expensas, y el mozo, en su afinación, no acertaba ya a coger la azada ni a guiar el arado. Bocas inútiles no se comprenden entre los labriegos. El que come, que se lo gane. A París con su hatillo al hombro. Una vez allí, ya le acomodaría de escribiente, o de lo que saltase, el ebanista Mauricio Duplay, nacido en aquel rincón y grande amigo del alcalde de Saint-Didier. En la aldehuela se contaba que Mauricio Dupley, no contento con labrarse una fortuna por medio de su trabajo, actualmente era poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo y por qué mandaría? No le importaba eso a Armando. Se sentía indiferente a la política, que tanto agitaba entonces los espíritus.


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La Mosca Verde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no sólo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares —almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal—; y en el aire encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

—Buena es —decía el científico— la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

—Lo somos todo —exclamó el pensador—. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.


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El Tesoro de los Lagidas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El esclavo nubiano, portador de la lámpara de arcilla, la colocó cuidadosamente sobre la estela de ónix, y el reflejo de la luz proyectó en las paredes de la cámara sepulcral, decoradas con pinturas prolijas y jeroglíficos misteriosos, las altas sombras de la reina, del gran sacerdote y del mismo fornido esclavo.

Cleopatra, sobre la túnica de gasa violeta, llevaba una sola joya, el collar de escarabajos de turquesas y esmeraldas, célebre por su significación y su procedencia; perteneciente a Psamético primero, robado por Tolomeo Lago, el fundador de la dinastía de los Lagidas, transmitido a los sucesores de la corona, era como emblema de aquel poder de los reyes de Egipto, que se llamaría ilimitado si no lo contrastase la teocracia. Los soberanos de la dinastía griega, sintiéndose usurpadores, habían exagerado el culto de la tradición, y el collar, al cual se atribuían virtudes sobrenaturales, salía a relucir en los momentos críticos, cuando se invocaba al Dios creador y conservador de la tierra del buitre.

Aparte del collar, otro escarabajo de cambiante esmalte, sencillo y primoroso, ceñía con sus alas las sienes de la reina, oprimiendo los bucles negros que se escapaban como racimos de uvas maduras. El esclavo miraba con éxtasis. Una sonrisa silenciosa, de ventura, dilataba sus gruesos labios y hacía brillar su dentadura juvenil. Él sabía a punto fijo que no era cierto que Cleopatra abriese sus brazos únicamente al general romano que había perdido la batalla de Accio. Aquella sonrisa, a la vez de adoración y de insulto, hizo fruncir el entrecejo a Cleopatra. Extendió el dedo y señaló a una puerta baja, maciza, oscura.

—Apoya los hombros, Elao —ordenó—. Aprieta con fuerza hasta que la puerta gire.

El esclavo obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían la superficie del metal.


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La Resucitada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía —como se percibe entre sueños— lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena... Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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