No sabía el señorito que lo estaba hasta que le informó la vieja
carcomida aquella, según volvían de la feria del primero y subían el
áspero repecho que conduce al mesón, donde es costumbre inveterada
pararse a refrescar.
Detuviéronse, pues, al pie del secular castaño que sombrea las dos
mesas paticojas, prevenidas de jarros colmos y rosquillas duras, y el
señorito brindó a la bruja un ancho vaso del alegre vinillo de la
tierra, bromeando sobre lo del ofrecimiento.
—¿Puede saberse quién te mete a ti, Natolia la Cohetera, a ofrecer lo que no es tuyo?
—¡Mi joya! —contestó la mujeruca después de trasegar lentamente el
claro y agromosto, que huele como los amorotes bravos y las moras
maduras.
—Mi palomo, señorito de Valdeorás...,y luego, si Natolia no le ofreciese, ¿estaría usía en este mundo?
El señorito se echó a reír de buena gana.
—Según eso, estoy en el mundo porque a ti se te antojó.
—¡Asús! No, señor, mi joya; sería porque lo dispuso Santa Comba, la del Montiño, que para eso le ofrecí yo cosa viva.
—¿Cosa viva? —repitió el señorito, echando atrás de un capirotazo su
sombrero gris, flexible de anchas alas, y sacando del bolsillo su petaca
de plata martillada, donde brillaba un trebolico de rubíes.
—Sí, señor querido... Cosa viva, como quien dice, un animal, una gallina o un cerdo...
—¿Y qué significan ese cerdo o esa gallina, vamos a ver?
—Significan..., ¡demasiado lo sabe! Significan el alma de usía, con perdón.
Nolasco de Valdeorás soltó la risa a borbotones. La vieja, de pie
ante él, le miraba con cierta fisga maliciosa. Su cara era una rugosa
nuez, avivada por los dos toques de azabache de los ojuelos; su boca,
una sima; en los pómulos, la rosa del vino, recién bebido, florecía con
abermellonado rancio.
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