Las dos hermanas se
encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un
beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor,
Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de
caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus
manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras,
la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras
graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la «belleza del
diablo».
—¿Cómo queda ahora? —preguntó Dionisia.
—Me parece que peor… Con mucha fatiga, ¿sabes?
—¿Recado al médico?
—No quiere.
—¡Aunque no quiera…!
Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente… Era
necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel
acceso pasaría…
Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan
temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez,
sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el
aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como
podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de
par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al
fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo
hablar:
—Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.
Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:
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