Como el Añito nuevo tenía tan buena traza y estaba tan monín con su
traje de marinero y sus bucles rubios, la gente le piropeaba en la
calle; algunas mujeres, más atrevidas, besaban sus mejillas frescas de
adolescente, y, a su paso, un rumor de simpatía le halagaba, una oleada
de adoración le envolvía.
El Añito quiso corresponder cariñosamente a tantas demostraciones, y,
metiendo la diestra en la bolsa de raso que llevaba pendiente del brazo
izquierdo, sacaba diminutos objetos liados en papel de oro; sin duda
bombones. La dádiva del Año era recibida con explosiones de entusiasmo y
gratitud. Aquellos envoltorios dorados no podían menos de traer dentro
algo sabrosísimo. Y un coro de bendiciones se alzaba, mientras la gente,
palpitando de esperanzas vivaces, desliaba las envolturas e hincaba el
diente a las golosinas, regalo del lindo mocoso, que sonreía al hacer el
obsequio...
Rápidamente cundía la voz:
—¡El Año nuevo regala dulces!
Desde gran distancia acudía la gente, corriendo, al cebo del reparto
halagador. Los dulces habían de ser distintos de los conocidos ya, y
mejores, amén de distintos. La muchedumbre se comunicaba impresiones, y,
suplicante, alzaba las manos. Notó el Año nuevo que cuantos le rodeaban
pidiendo un dulcecito se declaraban muy desgraciados, muy combatidos
por la vida, muy frustrados en todas sus aspiraciones y deseos.
—¡Año nuevo! —exclamaban—. ¡Niño bonito! ¡A ver qué alegría nos traes! ¡A ver qué regalo nos vas a hacer!
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