Textos más descargados de Emilia Pardo Bazán | pág. 7

Mostrando 61 a 70 de 606 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Emilia Pardo Bazán


56789

Al Anochecer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.

Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:

—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.

—Lo que hay —respondió el ebanista— no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.

—Que por cierto era mía —declaró Sabas—. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.

—¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? —dudó, pensativo, Daniel.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 308 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado —hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror—, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos —para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas— las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida —pero respirando aún— y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 38 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Morriña

Emilia Pardo Bazán


Novela


I

Si el entresuelo que habitan en Madrid doña Aurora Nogueira de Pardiñas y su hijo único Rogelio no es ni de los menos obscuros ni de los más espaciosos, tiene en desquite la ventaja inestimable de encontrarse sito en la calle Ancha de San Bernardo, tan frontero á la Universidad Central, que, hablando en plata, aquello es vivir en la Universidad misma. Encajada la señora dentro de su butaca de gutapercha, en el rincón de la ventana, mientras crece y mengua su labor de calceta sin mirarla una sola vez, sigue los pasos al adorado chiquillo, y en cierto modo, salvando la distancia de la calle y calando el espesor de las paredes, le acompaña hasta el aula misma. Le ve entrar; al salir observa si se detiene en algún grupo, y con quién charla, y cómo se ríe; conoce á todos los camaradas, á los amigotes, á los antipáticos, á los estudiosos, á los holgazanes, á los asiduos, á los que hacen rabona casi siempre. También está familiarizada con las caras de los profesores, y estudia su continente y su modo de responder al saludo de los discípulos, sacando de los signos exteriores importantes consecuencias psicológicas, relacionadas con el problema de los exámenes.—«¡Ay! Allí viene ya el viejiño Contreras, el de Procedimientos. ¡Qué afable!... ¡Qué cara de santo! Anda despacito el pobre... bien se nota que padece reuma articular, como yo. ¡Malpecado! Me es simpático por eso. No, y sobre todo, porque sé que es blando y que le ha de dar á Rogelio un aprobado como una casa. Ahora sale Ruiz del Monte, tan almidonado y tan engreído. Parece todo él hecho de una pieza. ¡Pobres de nos! Con éste no valen empeños, ni influencias, ni... Arre que le han de saber los chicos la asignatura tan bien como él. Pues para eso, que les deje á ellos la cátedra... y la paga. ¡Ay! Ahí tenemos al señor de Lastra. Jorobadito es un poco. ¡Qué gracia, las caricaturas que los muchachos le sacan en clase! Y se pasa de campechano.


Leer / Descargar texto

Dominio público
132 págs. / 3 horas, 51 minutos / 296 visitas.

Publicado el 11 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Misterio

Emilia Pardo Bazán


Novela


Parte 1. El visionario Martín

Capítulo 1. Los enamorados

En uno de los barrios de Londres próximos al río, no muy concurridos de día y casi enteramente solitarios de noche, todavía existe hoy una casa con minúsculo jardín, situada frente a una plaza bastante espaciosa, en cuyo centro el square ostenta grupos de árboles centenarios, de esos árboles del viejo suelo inglés que la humedad nutre y desarrolla y convierte en colosos. El recuerdo inherente a esta casa podría, bien conocido, valer algunas propinejas a quien la enseñase al turista; pero la historia, no siempre cimentada en la realidad, suele poner en las nubes lo que no significa gran cosa y no volver siquiera su rostro de bronce cuando pasa por donde se desarrollaron dramas intensamente patéticos, ahogados y silenciosos. El que por algún tiempo guardaron las paredes de la angosta casita, eternamente permanecerá sumido en tinieblas; así lo quiso el destino, o por mejor decir, así lo quisieron los poderosos del mundo.

Al comenzar este relato, que aspira a proyectar un rayo de luz en las lobregueces históricas por medio de la lámpara caprichosa de la fantasía, un hombre joven, esbelto y robusto, vestido de camino, envuelto en un abrigo gris que no ocultaba lo gallardo de su figura, se acercaba a la verja del jardín, por la parte opuesta a la plazuela, a espaldas de la casa, y golpeaba con su bastón los hierros de la verja, a intervalos iguales, cuatro veces. Aunque ya el largo crepúsculo de Londres en primavera no derramaba sus vagas claridades boreales y había anochecido por completo, en medio de las espesuras del jardincillo podría verse blanquear una falda, y detrás de los hierros aparecer un rostro juvenil. Una mano diminuta pasó por entre dos barras, y el hombre se apoderó de ella estrechándola con ardor.


Leer / Descargar texto

Dominio público
347 págs. / 10 horas, 8 minutos / 291 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Memorias de un Solterón: Adán y Eva

Emilia Pardo Bazán


Novela


Capítulo 1

A mí me han puesto de mote el Abad. En esta Marineda tienen buena sombra para motes, pero en el mío no cabe duda que estuvieron desacertados. ¿Qué intentan significar con eso de Abad? ¿Que soy regalón, amigo de mis comodidades, un poquito epicúreo? Pues no creo que estas aficiones las hayan demostrado los abades solamente. Además, sospecho que el apodo envuelve una censura, queriendo expresar que vivo esclavo de los goces menos espirituales y atendiendo únicamente a mi cuerpo. Para vindicarme ante la posteridad, referiré, sin quitar punto ni coma, lo que soy y cómo vivo, y daré a la vez la clave de mi filosofía peculiar y de mis ideas.

Yo friso en los treinta y cinco años, edad en que, si no se han perdido enteramente las ilusiones, al menos los huesos empiezan a ponerse durillos, y vemos con desconsoladora claridad la verdadera fisonomía de las cosas. —En lo físico soy alto, membrudo, apersonado, de tez clara y color mate, con barba castaña siempre recortada en punta, buenos ojos, y anuncios apremiantes de calvicie que me hacen la frente ancha y majestuosa. En resumen, mi tipo es más francés que español, lo cual justifican algunas gotas de sangre gala que vienen por el lado materno. —He formado costumbre de vestir con esmero y según los decretos de la moda; mas no por eso se crea que soy de los que andan cazando la última forma de solapa, o se hacen frac colorado si ven en un periódico que lo usan los gomosos de Londres. Así y todo, mi indumentaria suele llamar la atención en Marineda, y se charló bastante de unos botines blancos míos. Lo atribuyo a que en las personas de amplias proporciones y que se ven de lejos, es más aparente cualquier novedad. Mis botines blancos tenían las dimensiones de una servilleta.


Leer / Descargar texto


186 págs. / 5 horas, 25 minutos / 305 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Maldición de Gitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).

La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?

En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:

—Una coincidencia —respondió, como era de presumir.

Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 63 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Prueba

Emilia Pardo Bazán


Novela


Capítulo 1

No sé si he dicho en la primera parte de estos verídicos apuntes que Luis Portal, mi sensato, cuco y oportunista condiscípulo, era bastante feo y desgarbado, lo cual probablemente influía mucho en su manera de entender la vida y en su intransigencia para con los sueños, las ilusiones, la poesía, la pasión y demás cosas bonitas que dan interés a nuestro existir. Tenía Portal el cuerpo cuadradote y macizo; las manos anchas y mal puestas; la pierna corta; la cabeza bien desarrollada, pero redonda cual perilla de balcón; el cuello sin gallardía, y los hombros altos; las facciones demasiadamente grandes para su estatura, de lo cual resultaba una facies nada vulgar, pero de mascarón de proa; una carofla, como le decían para hacerle rabiar, cuando era chico, sus compañeros en el Instituto de Orense. El claro entendimiento de Portal le inducía a sufrir con risueña cachaza las bromas relativas a su físico; pero el amor propio inherente a la naturaleza humana debía de hacerle sentir a veces su aguijón, y lo revelaba, sin querer, en cierto afectado desprecio hacia la belleza masculina, y en las pullas que nos soltaba a los compañeros a quienes creía mejor tratados por la naturaleza.


Leer / Descargar texto

Dominio público
211 págs. / 6 horas, 9 minutos / 289 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Madrina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al nacer el segundón —desmirriado, casi sin alientos— el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre —ilusa como todas—: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:

—¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!

Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.

En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:

—No puede parar en bien caso que empieza en brujería.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 133 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Hoz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Por qué tardaba tanto el mozo? Por lo mismo que los otros días —pensaba la Casildona—. Allá estaría en el playazo de Areal, bañándose y ayudando a bañarse a la forastera de la ropa maja. Ella lo había visto con sus ojos... ¡Hum...! Cosa del demonio no sería, pero tampoco de ningún santo... Aquel Avelino, esclavo de la obligación, que no faltaba nunca a sus horas, desde la fiesta del Sacramento era otro; desde la tarde en que conoció a la forastera, la de la sombrilla encarnada y los zapatos de moñete, colorados también, la querida del fabricante Marzoa, según las murmuraciones de Arcal...


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 545 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Enfermera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El enfermo exhaló una queja tristísima, revolviéndose en su cama trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sofá, en el gabinete contiguo a la alcoba, se incorporó de un salto y corrió solícita a donde la llamaba su deber.

El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un halo oscuro, abrillantados por la excitación febril que la consumía —sosteniendo el cuerpo de él, ofreciéndole una cucharada de la poción que calmaba sus agudos dolores—. Escena de familia, revelación de afectos sagrados, de los que persisten cuando desaparecen el atractivo físico y la ilusión, cebo eterno de la naturaleza al mortal… Sin duda pensó él algo semejante a esto, que se le ocurriría a un espectador contemplando el grupo, y así que hubo absorbido la cucharada, buscó con su mano descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acercó a los labios, en un movimiento de conmovedora gratitud.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó ella, arreglando las almohadas a suaves golpecitos.

—Mejor… Hace un instante, no podía más… ¿Cuándo crees tú que Dios se compadecerá de mí?

—No digas eso, Federico —murmuró, con ahínco, la enfermera.

—¡Bah! —insistió—. No te preocupes. Lo he oído con estos oídos. Te lo decía ayer el doctor, ahí a la puerta, cuando me creíais amodorrado. Con modorra se oye… Sí, me alegro. Juana mía. No me quites la única esperanza. Mientras más pronto se acabe este infierno… No, ¡perdón! Juana: me olvidaba de que a mi lado está un ángel… ¡Ah! ¡Pues si no fuera por ti!


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

56789