Fue al cruzar el muelle de Marineda, donde acababa de dejar su
cosecha de cebollas embanastadas para que el tratante en grande la
despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo, que se disponía a
emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor bien trajeado,
que se dirigió a él con los brazos abiertos.
—¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo de Berte...
—¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vinte años que faltas de Seigonde...
El reconocimiento, sin embargo, se completó pronto en el café de la
Marina, ante un plato de guisote de carne con grasa y pimentón y una
botella de vino del Borde, del añejo. Y brotaron las confidencias.
Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata, ganada en un comercio
de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía estropeado el
hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le mandaban una
temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí, con
las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le
ponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá,
alias Codelo, andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de
cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del
mal novo, científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna
pobre, sin producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la
lumbre... Estaba casado; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que
ya uno de ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba
comido por un préstamo de cien pesos para montar la taberna, y que nunca
más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por las puertas, o se largare
también para las Américas, aunque allá les diesen de palos!
Leer / Descargar texto 'Contra Treta...'