—Explíqueme usted —dije al señor de Bernárdez— una cosa que
siempre me infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted,
bajo marcos gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño
desconocido, que según usted asegura ni es hijo, ni sobrino, ni
nada de ella? ¿De quién es otra fotografía de mujer, colocada
enfrente, sobre el piano?… ¿No sabe usted?: una mujer joven,
agraciada, con flecos de ricillos a la frente.
El septuagenario parpadeó, se detuvo y un matiz rosa cruzó por
sus mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la
carretera, lo atribuí a cansancio, y le ofrecí el brazo, animándole
a continuar el paseo, tan conveniente para su salud; como que, si
no paseaba, solía acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo
seña con la mano de que podía seguir la caminata, y anduvimos unos
cien pasos más, en silencio. Al llegar al pie de la iglesia, un
banco, tibio aún del sol y bien situado para dominar el paisaje,
nos tentó, y a un mismo tiempo nos dirigimos hacia él. Apenas hubo
reposado y respirado un poco Bernárdez, se hizo cargo de mi
pregunta.
—Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos; ¡en
poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del
vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no
averigua lo inventa!
Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho
antaño las curiosidades y chismografías del lugar, y callé,
haciendo un movimiento de aprobación con la cabeza. Dos minutos
después pude convencerme de que, como casi todos los que han tenido
alegrías y penas de cierta índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente
en referirlas; porque no son numerosas las almas altaneras que
prefieren ser para sí propios a la par Cristo y Cirineo y echarse a
cuestas su historia. He aquí la de Bernárdez, tal cual me la
refirió mientras el sol se ponía detrás del verde monte en que se
asienta Goyán:
Leer / Descargar texto 'Sara y Agar'