Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán | pág. 35

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autor: Emilia Pardo Bazán


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El Alambre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(Mansegura).


Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:

—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para…?

Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:


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4 págs. / 8 minutos / 98 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Alba del Viernes Santo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando creyendo hacer bien hacemos mal —dijo Celio—, el corazón sangra, y nos acordamos de la frase de una heroína de Tolstoi: «No son nuestros defectos, sino nuestras cualidades, las que nos pierden.» Cada Semana Santa experimento mayor inquietud en la conciencia, porque una vez quise atribuirme el papel de Dios. Si algún día sabéis que me he metido fraile, será que la memoria de aquella Semana Santa ha resucitado en forma aguda, de remordimiento. Así que me hayáis oído, diréis si soy o no soy tan culpable como creo ser.

Es el caso que —por huir de días en que Madrid está insoportable, sin distracciones ni comodidades, sin coches ni teatros y hasta sin grandes solemnidades religiosas— se me ocurrió ir a pasar la Semana Santa a un pueblo donde hubiese catedral, y donde lo inusitado y pintoresco de la impresión me refrescase el espíritu. Metí ropa en una maleta y el Miércoles Santo me dirigí a la estación; el pueblo elegido fue S***, una de las ciudades más arcaicas de España, en la cual se venera un devotísimo Cristo, famoso por sus milagros y su antigüedad y por la leyenda corriente de que está vestido de humana piel.

En el mismo departamento que yo viajaba una señora, con quien establecí, si no amistad, esa comunicación casi íntima que suele crearse a las pocas horas de ir dos seres sociables juntos, encerrados en un espacio estrecho. La corriente de simpatía se hizo más viva al confesarme la señora que se dirigía también a S*** para detenerse allí los días de Semana Santa.


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6 págs. / 10 minutos / 109 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Aljófar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, en Villafán, no olvidarán nunca el día señalado en que la vieron por última vez adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa cabeza sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrílego robo y la profanación horrible de la degolladura.

Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por «la Mimbre de los frailes», solemne función de desagravios.

La Mimbralera había sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la advocación de Nuestra Señora del Triunfo, por los reyes de Aragón y Castilla, en conmemoración de señalada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo de batalla, y ofrecida al monarca aragonés la víspera del combate, fue colocada en el camarín, que la regia gratitud enriqueció con dones magníficos.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alma de Cándido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al separarse del cuerpo, aquel alma iba satisfecha; casi me atrevo a decir que le retozaba la alegría. ¡Por fin! Había llegado el instante venturoso de recoger el premio de una vida entera de virtudes. A Cándido, en la tierra, le llamaban «el santo». Y los santos, es al morir cuando hacen el negocio.

Así discurría el alma, ascendiendo suavemente hacia el empíreo por campos de luz y praderías de estrellas. El solo hecho de no ser arrastrada al profundo abismo anunciaba ya la próxima beatitud. Subía, subía, sin esfuerzo, como si, por debajo de los brazos, la empujasen manos cariñosas. Eran, sin duda, los ángeles de su guarda, pues aquel alma creía tener más de uno, requisito sin el cual la santidad es doblemente difícil de conseguir.

Descansando algún ratito en vellones de nubes, columpiándose en el anillo de un astro, el alma iba acercándose al luminoso centro del primer cielo, que gira en torno del segundo como rueda de oro incandescente. Y a la puerta de entrada de aquel brillante espacio, que era un arco gigantesco de fuego puro y fijo, el alma vio realmente a un ángel, sin duda el portero, de cuya voluntad dependía que se le franquease el ingreso en el paraíso.

Llena de confianza se acercó el alma, suponiendo que no tropezaría con la menor dificultad; pero el ángel, no risueño y gracioso, sino severo y esclavo de la consigna, la detuvo con sólo un blandir de la espada sinuosa que serpenteaba y centelleaba en su diestra.

—Alto ahí —ordenó el vigilante—. No se pasa hasta que esté averiguado tu derecho. Aquí hay jueces de las almas. Vas a comparecer ante su tribunal.

El alma, segura de sí misma, hizo una señal de aquiescencia, y al punto los jueces, vestidos de togas verdes y provistos de balanza y platillos, se presentaron, rígidos y en fila, en el umbral.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Alma de Sirena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya los cipreses del campo santo no resaltaban sobre fondo de púrpura, sino sobre el lánguido matiz de agua marina que precede a la obscuridad. Leonelo, llevando en un cestillo su cosecha de flores de muerte, salió del recinto, y por el sendero, apenas abierto entre la hierba húmeda, se dirigió a la quinta, en cuyas vidrieras aún espejeaba el último rayo del sol poniente.

Llenaban y acentuaban la soledad ruidos extraños, cadencias amortiguadas, suaves, que sugerían algo no perceptible para los sentidos. Eran quizás susurros de follaje estremecido por los dedos de sombra de la noche; revueltos de aves acomodándose en el nidal, para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles del agua, que en las horas nocturnas solloza libremente, sin tener que reprimirse ante la alegre y burlona mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el aire tranquilo, con fúnebre solemnidad de hondo canto gregoriano, y, transmitidas de eco en eco, estrofas de cantares pastoriles, allá en el monte, donde se recogían al establo los lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres. Leonelo se detuvo un instante, acortado de aliento, y se sentó en una piedra vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente difundido por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía aroma: Leonelo, al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos. Se levantó y continuó su camino.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Antepasado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Durante la temporada de los baños de mar —dijo Carmona, nuestro proveedor de historias espeluznantes— hice migas con un muchacho que ostenta un apellido precioso, mitad español y mitad italiano, evocador de nuestras glorias pasadas: Ramírez de Oviedo Esforcia. Familiarmente, los que le conocíamos en la linda playa de V*** le llamábamos Fadriquito, y abreviando Fadrí. Existía curioso contraste entre los sonoros y heroicos apellidos de Fadrí y su persona. Era una criatura endeble, anémica, clorótica, de afeminado semblante, de ojos claros y transparentes como el agua de dulce carácter y exquisita finura; y los facultativos, al enviarle a V***, le habían encargado que viviese en la playa; que se saturase de aire salobre, que se impregnase de sales marinas; en broma, decíamos que para remedio de su sosería, y en realidad, para prestar algún vigor a su empobrecida complexión y a su organismo débil y exangüe. «¡Qué quieren ustedes...! —repetía Fadrí—. Soy huérfano, no tengo quien me cuide... y he de cuidarme solo.»


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Arco

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sobre el trozo de firmamento, no siempre despejado ni azul, que se veía desde mi ventana, fantaseo que aún se recorta, ahora que no existe, el gallardo contorno del Arco, que me infundía una especie de orgullo infantil de haber nacido en Arcosa y me dominaba con la sensación de respeto que causa lo que no se comprende.

En los días de sol —que no eran todos en la Arcosa cenicienta y húmeda que baña sus pies en un sacro río, de los infinitos que por la Península corren más o menos ledamente—, cuando salía yo a la calle, gozaba, con una alegría misteriosa, la sombra proyectada por el Arco, y mis ojos no acertaban a separarse de sus relieves, casi aniquilados por el tiempo. Muy desgastado se hallaba el granito, que el paso de los años lo gasta todo; pero aquellas figuras borrosas, a fuerza de contemplarlas, resucitaban dentro de mí, y flotaban las enseñas inmóviles, se plegaban las túnicas que apenas conservaban señales de su forma, y hasta resaltaban las cabezas que sólo eran vago bulto sin facciones. En el gran relieve que decoraba el tímpano y corría por todo el frontón, parecían revivir los personajes y sus actitudes nobles y heroicas, y al verificarse esta resurrección imaginativa, también se alzaba de su tumba secular el hecho de armas, o por mejor decir, los dos hechos conmemorados por el monumento, y tan contrarios, que el uno recordaba la gloria y dominio del Imperio de Roma, y el otro la lucha de independencia que sostuvo toda la Península con otros invasores más modernos. Sobre el tímpano corría la inscripción romana, ilegible ya, y en el dintel había encontrado hueco la otra, que hacía constar el hecho de Arcosa, su resistencia al francés, la página más brillante de sus fastos.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Aviso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No desconfiemos nunca —decía el padre Baltar, curtido ya en las lides del confesionario—, no desconfiemos nunca de la salvación de un alma, porque sería desconfiar también, ¡qué horror y qué absurdo! de la inefable Misericordia. ¿No han oído ustedes de unos granitos de trigo que se encontraron en el fondo de las Pirámides, allá en la cámara sepulcral de los Faraones, donde al parecer sólo existía la lobreguez de la muerte? Pues alguien que pasó por loco sembró ese trigo, y el grano, con sus dos mil años de fecha, germinó, echó espiguita y de aquella espiguita pudo amasarse una hogaza de pan. ¿Qué digo «pan»? ¡Se pudo amasar «una hostia», el cuerpo de Cristo sacramentado! Si los que registramos las tinieblas de las almas, que a veces son cámaras sepulcrales con hedor de muerte, dejásemos apagarse la lámpara de la esperanza, ¿qué haríamos?... ¡Sentarnos a llorar en las tinieblas!

Voy a referirles a ustedes —prosiguió— un sucedido, que puedo contar porque no lo aprendí en los dominios del sigilo absoluto, o sea en la confesión. El mismo protagonista de la historia se la confió a algún amigo, y aunque no hemos de considerarla pública, tampoco es hoy ningún secreto.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Azar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No había conocido Micaela, la de Estivaliz, otro colegio, otros profesores, otras maestras de costura. Cuanto sabía era aprendido allí, ante aquella mesa y haciendo funcionar aquella máquina. Y, naturalmente, sabía poco. Sin embargo, la adoctrinaba en varias cosas, malas y buenas, exaltándole la sensibilidad, el cinematógrafo, su recreo del domingo.

Por las enseñanzas del cinematógrafo había llegado la obrerita de apretadas trenzas a comprender, o a figurarse que comprendía, el uso de lo que fabricaba durante la semana entera. Del taller, donde, mezclados los alientos, juntas las rodillas y los hombros, trabajaban sobre sesenta obreras más, casi todas mozas o chicuelas de catorce a veinte, salían naipes y naipes, lindos, lustrosos, satinados, franceses y españoles, de vivos colorines, de claros tonos. Primero recibían la impresión cromolitográfica; después, los anchos pliegos eran guillotinados. Micaela manejaba la acicalada cuchilla. Al margen del acero colocaba tranquilamente las yemas de sus dedos bien torneados, y la fría hoja caía sin tocar las manos morenas de Micaela, ágiles y activas en la labor.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Baile del Querubín

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi infancia ha sido de las más divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso, amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí, sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos pelucones. Próxima a nuestra morada —si bien con fachada y portal a otra calle— hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo otorgándole descendencia numerosa —nueve éramos nosotros, cinco hermanos y cuatro hermanas—. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce el aburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras, disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus correteos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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