Cuando al Año nuevo de 1914 entró a saludar filialmente al de 1913,
que estaba poco menos que dando las boqueadas, el médico, reservado y
grave, secreteó a la niñera que acompañaba al nene:
—El pobre señor apenas puede resollar… Pero, como tendrá que
aconsejar a su sucesor, vamos a administrarle una buena dosis de
cafeína… Por eso no se ha de morir un minuto más pronto ni más tarde.
Con la droga reanimose el moribundo y parpadeó, y sonrió entre amable
e irónico a la criatura, que era una monada, una figurita muy semejante
al Amor, tal cual lo representan los cuadros de Boucher y los grabados
de Volpato y Morghen. Sobre la piel, dulcemente bombeada por gentiles
redondeces, jugaban hoyos menudos, traviesos, marcándose como improntas
del dedo de Venus en las dos grandes hojas de rosa del nalgatorio y en
las junturas de brazos y piernas. La cara era de gloria, luminosa,
cándida y picaresca a la vez; la boca, un capullito entreabierto, y la
testa, cargada de rizos de oro, parecía alumbrar el aire con un brillo y
fulgor de tanta sortija rubia.
—¡Hola, hola, picaruelo! ¡Qué animados venimos! —articuló el anciano,
arropándose en la pelliza de nutria, no menos pelada y vetusta que su
dueño, y además muy cochambrosa—. Parece que hay ganas de vivir, ¿eh?
—¡Ya ve, papá!… —contestó el nene, más despabilado que un candil.
—Ya, ya veo que tenemos ilusiones… Y, de fijo, planes, proyectos,
ideas de reformas…, y, además…, convencimiento de que papá no ha hecho
sino tonterías… ¿A que sí?
No se atrevió el pequeño a responder de plano; pero algo había de todo eso…, algo había…
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