¡Es tan vulgar el caso! Al tratarse de infortunios, asaz comunes,
corrientes y usuales, ocurre, naturalmente, desenlaces previstos
también: el disgusto momentáneo en la familia, un período de rencillas y
desazones, y, al cabo, la reconciliación, que cicatriza más o menos en
falso la herida, pero siquiera ataja la sangre del escándalo...
No obstante, algunas veces la realidad presenta inesperadas complicaciones, y no son los finales tan pacíficos y burgueses.
Hay siempre, en las grandes penas de la vida, un momento
especialmente amargo. En apariencia, se agranda el abismo del destino, y
los que a él se asoman sienten que es insondable ya. Para Celina fue
este momento aquel en que participó a su madre la resolución adoptada, y
vio su propia desesperación reflejada en las mejillas, ya consumidas
por la edad, y en los ojos amortiguados —había llorado mucho— de la
infeliz señora.
Todo padre está sentenciado a sufrir no los dolores que normalmente
corresponden a una vida humana, sino los de muchas vidas. Eso es,
principalmente, la maternidad: solidaridad con unos cuantos seres para
sufrir doblemente lo que ellos sufran.
La madre de Celina, aquella modesta y resignada señora de Marialva,
tenía el corazón, según la hermosa imagen mítica, coronado de espinas,
pero espinas maternales.
De seis hijos le quedaban tres. Los otros, una niña preciosa, una
flor, y dos mocetones, con su carrera terminada, habían muerto en lo
mejor de la edad, del mismo mal que su padre, aunque ahora dicen los
médicos que la tisis no se hereda.
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