Sin Tregua
Emilia Pardo Bazán
Cuento
Al terminar el día, las estrellas encienden los diamantes de su estuche, que fulguran de un modo intenso y extraño, como miradas en que destella el amor.
Hace frío; pero no nieva. Una pureza profunda clarifica el aire. El silencio es absoluto. Grave y solemne el momento.
Dos formas, dos bultos, una mujer y un varón avanzan por la llanura, a paso leve, cual si no sentasen en el suelo la planta.
Ella se envuelve en las amplias telas azules que hoy usan las mujeres egipcias. Él, a pesar del glacial soplo nocturno, sólo viste una túnica blanca, que descubre sus descalzados pies.
De tiempo en tiempo, los dos se inclinan, y parecen reconocer los lugares que cruzan. Un cuchicheo de ternura se establece entre ambos.
—¿Te acuerdas, María? —pregunta él—. Ya no estamos lejos. Fue hace muchos siglos, y en un establo.
—Me acuerdo, hijo mío, me acuerdo de cómo tiritábamos José y yo, rendidos de la caminata. El viento entraba libremente por las junturas de las piedras y por las aberturas del tejado. El suelo estaba húmedo y pegajoso. Fuera, helaba, helaba, helaba. Luego empezó a caer la nieve en anchos copos. Su blancura alumbraba como una aurora. Y entonces viniste al mundo. Te agasajé en mis ropas, y el amigo buey te echó su aliento gordo, tibio, y te lamió mansamente. ¡Cuánto se lo agradecí! Porque los piececitos se te habían puesto como dos granizos, y temblabas… ¡Ah, si yo pudiera librar del yugo y del aguijón a todos nuestros amigos, los bueyes, tan honrados!
Dominio público
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Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.